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Paz en Colombia: modelo de justicia transicional en grave riesgo

Paz en Colombia: modelo de justicia transicional en grave riesgo

El de Colombia es un mega proceso de pacificación, que comprende tres grandes grupos de organizaciones armadas: los cárteles del narcotráfico, la insurgencia y los paramilitares. Por su violencia, sus drogas, insurrección social y presión diplomática por parte de Estados Unidos, es el conflicto más parecido al mexicano y, por tanto, referencia obligada en nuestro futuro proceso de paz

La pacificación en Colombia es altamente significativa y referencial para nuestro país, porque su situación de violencia, drogas, insurrección social y presión diplomática, así como la influencia de las doctrinas de seguridad de Estados Unidos y los programas de cooperación con dicha potencia son los más parecidos a lo que ocurre en México. No hay otro caso igual en todo el Continente.

El proceso de paz colombiano aún no concluye: hay muchas cuestiones aún en desarrollo, incluso la amenaza de reversión a partir del nuevo gobierno electo. No hay que olvidar que, en febrero de 2017, el encargado del Homeland Security del presidente estadunidense Donald Trump se pronunció por un Plan Colombia para México, que en términos claros es un programa contrainsurgente como eje estratégico de la política nacional. Quien haya estudiado de mínima manera la experiencia colombiana lo entiende con facilidad.

Hay una frase que implica un razonamiento político de profundidad del gran escritor colombiano Gabriel García Márquez (Gabo) muy importante, y es que cuando César Gaviria negoció con Pablo Escobar y con todo el Cártel de Medellín una tregua y una entrega a cambio de reducir el tiempo de permanencia en prisión, hubo muchas críticas en América Latina, y sobre todo de la extrema derecha, respecto de lo cual el Premio Nobel de literatura dijo algo fascinante: “a un hombre que lo perseguía la CIA, la DEA, el Ejército de Estados Unidos, la policía colombiana y todas las policías del mundo y no lo encontró, lo metió a la cárcel un presidente colombiano con un decreto”. Desde luego se refería a Pablo Escobar Gaviria y su reflexión revela el inmenso valor de la política de alta hechura.

Una tesis relevante del conflicto colombiano globalmente entendido y en su retrospectiva histórica –que comprende medio siglo– es la de los intereses de la oligarquía cafetalera y la masiva producción de cocaína, que generó la más poderosa fuerza criminal asociada a los cárteles (controlan el 80 por ciento de la producción total), la cual introducen masivamente a Estados Unidos y Europa. La posición estratégica de Colombia en el Sur del Continente, la fuerza de la insurrección armada de la izquierda marxista (aunque dividida) que llegó a controlar casi el 50 por ciento del territorio nacional, y la incapacidad del gobierno y ejército colombianos para controlar toda esta situación, provocaron una intervención igualmente masiva del gobierno de Estados Unidos mediante una doctrina de contrainsurgencia (englobando a todas las fuerzas sociales en armas con sus distintos motivos y propósitos bajo dicho concepto), concretada en la formación de un bloque de dominación interno-externo de fuerzas y poder contrainsurgente, como doctrina y programa oficial (no reconocido) del Estado.

Ésta incluyó una fuerza paramilitar amplia, armada, entrenada y financiada desde el propio Estado colombiano y sus fuerzas coercitivas, quienes estaban al mando de ella, lo cual requirió de grupos y equipos masivos de inteligencia, fuerzas policiales y militares estadunidenses, en práctica simbiosis con el Estado colombiano. Los más lúcidos analistas de ese país le denominaron “bloque de poder contrainsurgente”. El corolario fue un Tratado de Extradición desde la década de 1980, que fue y es una poderosa amenaza que pende sobre los principales líderes de todos los grupos armados. Para la doctrina militar de Estados Unidos se estaba ante un “conflicto de baja intensidad”, que ameritaba una estrategia de contrainsurgencia. Ello se condensó en el Plan Colombia, que incluía ayuda económica (fueron más de 5 mil millones de dólares) para financiar la guerra asimétrica y ganarla en dos frentes simultáneamente: la guerrilla izquierdista y el crimen organizado trasnacional, entonces el más poderoso del mundo. Para la doctrina estadunidense, todo era lucha contra el narco-terrorismo.

El colombiano es un mega proceso de pacificación, que comprende tres grandes grupos de organizaciones armadas, aunque de naturaleza social y política diferente: a) las organizaciones del crimen trasnacional (productores y vendedores de cocaína); b) las organizaciones marxistas armadas insurrectas por el cambio de orden social, tres de ellas –las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el Ejército Popular de Liberación (EPL)– surgidas en las décadas de 1950 y 1960 (el M-19, surgido después, fue prácticamente aniquilado); c) las fuerzas paramilitares agrupadas en la organización Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).

El primer intento serio de negociación directa con los cárteles de la cocaína, particularmente el de Medellín al mando de Pablo Escobar, se inicia en mayo de 1984, durante el gobierno del presidente Belisario Betancourt (luego del asesinato del ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, en 1984, y después, durante el gobierno de Virgilio Barco Vargas, quien al tiempo que reactiva la Ley de Extradición, inicia contactos con emisarios de Pablo Escobar. Los contactos y diálogos de negociación se desarrollaron por canales oficiosos, pero con el conocimiento de los titulares de la administración política del país, es decir, de los presidentes de la República y su tácito consentimiento, ya que tales escenarios prospectivos duraron más de 12 años.

El fracaso se prolongó hasta 1988,l cuando hubo un pre-acuerdo establecido pero no formalizado, que giró en torno a los siguientes temas: entrega de todos los laboratorios clandestinos de procesamiento de hoja y pasta de coca al gobierno constitucional; cese de la lucha armada contra el gobierno; entrega de cuentas bancarias al gobierno e introducción de todos los recursos financieros acumulados a Colombia, con amnistía fiscal para los bienes de los capos; cancelación definitiva del Tratado de Extradición; abandono definitivo del negocio de tráfico de cocaína, y discusión de una Ley de Indulto. Para entonces, ya estaban en la negociación junto a Escobar, el Cártel de Bogotá y el de la Costa Atlántica, menores en peso respecto al de Medellín. Todos ellos firmaban comunicados a la prensa como “Los Extraditables”, quienes pedían también el indulto, para lo que llamaron sus “grupos auxiliares”, organizaciones paramilitares que después se amalgamaron en la organización AUC.

Un nuevo intento vino después de la muerte de uno de los más importantes lugartenientes de Pablo Escobar, el Patrón, Gonzalo Rodríguez Gacha a manos de la Policía Nacional en diciembre de 1989. Se operó entonces un cambio de estrategia: los “capos” buscaron una nueva negociación hacia 1990 y en adelante, pero mediante una gran presión a base de violencia extrema: con el secuestro al hijo del secretario de la Presidencia (posteriormente, presidente de la República) Andrés Pastrana, y otras 17 personas de familias acaudaladas de la región de Antioquia. En este momento entra en juego el rol de la Iglesia: junto con líderes políticos y sociales, piden la liberación de los rehenes. “Los capos” lo justifican como un “acto de guerra para la paz” (consigna idéntica a la usada por los líderes de la Cosa Nostra en Italia para ofrecer una paz negociada al gobierno, usando la frase” hacer la guerra para ganar la paz”). Se acercaban las elecciones presidenciales, y el ministro de hacienda, César Gaviria encabezaba las preferencias. Los secuestrados fueron liberados. “Los capos” insistían en: entregar toda su estructura; ayudar a terminar el negocio de la droga en el país y someterse a la justicia, a cambio de la no extradición y de una Ley de Indulto. Como actos de buena voluntad, junto a la liberación de los secuestrados, Escobar entregó un laboratorio en las selvas colombianas, un helicóptero y un autobús lleno de explosivos. Pero rechazaba “la rendición incondicional” que exigía el poder judicial, la policía nacional y el ejército, y detrás de ellos, el gobierno estadunidense.

La llegada del presidente César Gaviria Trujillo al poder ejecutivo empezó a cambiar la situación, y “Los Extraditables” decretaron una tregua unilateral indefinida (julio 1990), ante lo cual el presidente entrante respondió haciendo alarde de pragmatismo en esta materia (y en otras): a) mandó al Congreso una iniciativa de cambio constitucional para posibilitar un acuerdo con los cárteles de la cocaína, mediante una fórmula nueva “rendición condicionada” con máximas garantías de seguridad, y sin extradición, logrando el Vo. Bo. de Washington a través Fernand Aronson, subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos. El posible acuerdo bajo los términos anteriores, avanzó con la mediación del sacerdote Rafael García Herreros. Así, el 20 de junio de 1991 Pablo Escobar, con cuatro de sus principales lugartenientes, ingresó al penal de Envigado, acogiéndose a los beneficios de una reducción de penas. Era el séptimo de “los Extraditables” que se acogía a estos beneficios de ley a cambio de su rendición, solicitando máximas garantías durante su reclusión. Todo ello posteriormente a la guerra declarada contra el Estado colombiano, a partir de varios asesinatos en el gobierno de Virgilio Barco Vargas, integrantes del poder judicial, el del candidato liberal Luis Carlos Galán (que se pronunciaba por la extradición de los capos), periodo de intensificación de la violencia que corre desde agosto de 1989, hasta la entrega de Escobar a la justicia colombiana (junio de 1991). Dos años de una verdadera carnicería. Se calculó que su fuerza armada de sicarios y terroristas sumó 3 mil personas activas, más las bases de apoyo. La fórmula negociadora triunfante fue la “rendición condicionada”, deponer las armas y toda la actividad criminal, a cambio de beneficios de ley como la reducción de condenas. Medidas parte de un modelo de justicia transicional. Observen cómo el acuerdo no implica impunidad, afirmarlo significa una ignorancia absoluta y una simpleza propia de legos connotados.

Ante las evidencias de que Escobar seguía operando desde la cárcel de Envigado, en distintos negocios y ordenando algunas ejecuciones, el gobierno ordenó su traslado a otra prisión de máxima seguridad. Al saberlo, Escobar tenía dos temores: el reposicionamiento de la extradición a Estados Unidos, y el riesgo de su vida (se había conformado ya el grupo grande y con muchos recursos de todo tipo llamado “los Pepes” (perseguidos por Pablo Escobar) que querían ejecutarlo, entonces, escapa de la prisión el 21 de julio de 1992, y el gobierno responde creando el “Bloque de Búsqueda”, integrado por una élite de la inteligencia militar de Estados Unidos y Colombia, fuerzas de tarea de ambos países con lo más avanzado en equipos de telecomunicación, desatando nuevamente durante la búsqueda de más de un año, un baño de sangre. Lo demás es conocido: aunque nuevamente trató de renegociar su entrega, es aniquilado el 2 de diciembre de 1993 en un barrio de Medellín. Pero el problema seguía en pie, subsistieron las estructuras del Cártel de Cali y el Cártel del Norte del Valle, esencialmente, los cuales años después, se dividieron en dos facciones ante sus problemas internos y ante los duros golpes asestados a sus liderazgos por el “Bloque de Búsqueda” que siguió operando. El proceso pacificador se derrumbó.

Hasta aquí, no podemos hablar propiamente de un proceso de pacificación, que pudo haber avanzado con la entrega y el acuerdo del Cártel de Medellín y el gobierno, propiciado por cambios constitucionales sobre la negociación y la anulación de la extradición a Estados Unidos, pero se revirtió con la fuga de Escobar, el reinicio de los enfrentamientos al máximo nivel de violencia, y la muerte del propio Pablo Escobar, lo cual solo consolidó la frustración del proceso. Hubo “triunfos militares” en la lucha contra los cárteles de la cocaína. Solamente. No pacificación. Hubo nuevamente otro cambio en la estrategia a seguir para continuar los esfuerzos de apaciguar a Colombia.

Álvaro Uribe escogió buscar avanzar en la pacificación usado otro interlocutor: las Autodefensas Unidas de Colombia que ya rebasaban los 60 mil miembros armados, y se nutrían de deserciones de las filas de los ejércitos privados de los cárteles, de antiguos integrantes del propio Cártel de Medellín, e incluso, se afirmó, de mercenarios de otros países, una fuerza considerable, sobre la que los cuerpos armados del Estado habían perdido todo tipo de controles y era el nuevo eje de la violencia exacerbada. Para avanzar en este proceso, se solicitó asistencia de todo tipo de organismos multilaterales y regionales, logrando un acuerdo mediante el cual se desarmaron casi 27 mil integrantes de la UIC, que se sometieron a la autoridad pública y a la justicia colombiana, mediante la creación de ordenamientos jurídicos ad hoc: Ley de Justicia y Paz, y Ley de Reparación a las Víctimas de la Violencia. Es decir, Justicia Transicional. Algunos líderes reacios, en cuanto fueron posteriormente capturados, se les extraditó a Estados Unidos.

Con lo antes mencionado, el proceso pacificador actual en Colombia tiene tres vertientes reales: i) el proceso de paz con los grupos de la izquierda armada, especialmente FARC ( acuerdo concluido) y ELN; b) el desarme y desmovilización de los grupos paramilitares agrupados en las AUC; y c) más recientemente, la oferta del Clan del Golfo (septiembre de 2017), el más importante cártel de cocaína en Colombia actualmente, de someterse a la justicia colombiana mediante un acuerdo negociado con el gobierno de Juan Manuel Santos, quien indicó, que al tratarse de narcotraficantes y criminales, solo pueden aspirar a una rendición con beneficios de ley. Se estima una organización con unos 3 mil miembros activos incluidos.

Cada una de esas vertientes camina a ritmos desiguales y ha avanzado diversamente. Luego del acuerdo con las AUC (gobierno de Álvaro Uribe), el gobierno de Juan Manuel Santos se concentró en un acuerdo con las FARC, que obtuvo, luego con el ELN, y allí está ahora detenido. La oferta del Clan del Golfo quedó en el aire, tendrá que retomarse. Hubo cambio de gobierno en la Presidencia de la República (junio de 2018, con el nuevo presidente Iván Duque), y con la gran salvedad de que el nuevo titular del Ejecutivo no es partidario de continuar el proceso en ninguna de sus tres vertientes, ni de ejecutar plenamente los acuerdos logrados con las FARC. Todo indica que su problema principal es la negociación hecha con la izquierda armada, no tanto los acuerdos con obtenidos con las AUC, logrado con apoyo y asesoría de organismos internacionales. Pero no es partidario de negociar un acuerdo más. Hay un grave problema de continuidad en una línea política de Estado, que no logró serlo, sino que quedó sujeta a los vaivenes del resultado de la elección presidencial, proceso global que ha sido puesto seriamente en tela de juicio.

El Clan del Golfo, anteriormente conocido como Clan Úsuga, Los Urabeños, Bloque Héroes de Castaño y Autodefensas Gaitanistas de Colombia es una organización narcoparamilitar que forma parte del conflicto armado en Colombia, y controla aproximadamente el 50 por ciento de los cargamentos de cocaína salidos de ese país. Su líder es Darío Antonio Úsuga, alias Otoniel.

Así está hasta hoy el proceso. Sigue su curso en medio de una inmensa incertidumbre y de riesgos muy grandes de revertirse. En eso estamos.

Jorge Retana Yarto*

*Economista y maestro en finanzas; especializado en economía internacional e inteligencia para la seguridad nacional; miembro de la Red México-China de la Facultad de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México

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