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¡Qué viva el deporte, no el negocio!

¡Qué viva el deporte, no el negocio!

“El espíritu amateur que se pusiera en marcha con la reedición moderna de los Juegos Olímpicos de la mano del Barón Pierre de Coubertin en 1896 en Atenas, ya no existe. El deporte, por cierto, no nació como actividad profesional; distintas sociedades, a su modo, lo han cultivado a través de la historia, siempre como culto a la destreza corporal.

“La profesionalización y su transformación en gran negocio a escala planetaria es algo que sólo el capitalismo moderno pudo generar”, declaró hace unos años un funcionario del Comité Olímpico Internacional. Por supuesto, le costó la expulsión.

Hablar hoy de “amateurismo” en el deporte puede ser motivo de risa o escarnio, por no decir una causa para ir directo al manicomio (una forma elegante de sacar de circulación a quien no encaje en los patrones normales, quizá algo menos violento que la cárcel). Es más: muchos jóvenes ni siquiera escucharon alguna vez, en toda vida, el término “deporte amateur”.

A una pregunta sobre el amateurismo y el deporte profesionalizado,  seguramente la gran mayoría de la población mundial estaría de acuerdo con mantener la situación actual: agrada “consumir” deportes, aquellos practicados por atletas altamente preparados. O más aún: consumir espectáculos audiovisuales donde el deporte sea la estrella principal –en muy buena medida vía televisión u otros medios similares– azuzando nacionalismos.

La práctica deportiva, en tanto desarrollo sistemático de habilidades y destreza física, en tanto recreación sana, ocupa indudablemente un lugar importante entre los seres humanos,  si bien secundario si se la compara con el peso específico que ha ido adquiriendo su profesionalización. El deporte, desde hace varias décadas –y cada vez más– ha devenido, en primer lugar un gran negocio, y un instrumento de control político.

En un mundo, donde absolutamente todo es mercancía negociable, no tiene nada de especial que el deporte, como cualquier otro campo de actividad, constituya un producto comercial más, generador de ganancias para quienes lo promueven.  Tampoco estamos sosteniendo que ello, en sí mismo, sea reprochable en la lógica de mercado imperante. Simplemente reafirma el esquema universal que sostiene el mundo moderno capitalista, donde todo está en función del intercambio mercantil: recreación y salud, alimentos y vida espiritual, educación, pornografía,  guerra, etcétera.

En este contexto, del que ya nada ni nadie puede escapar hoy, la práctica deportiva ha llegado a perder, en buena medida, su carácter de esparcimiento o pasatiempo. Esto trajo como consecuencia su ultra-profesionalización, con la aplicación de las más modernas tecnologías en sus respectivas esferas de acción, lo cual ha mejorado su alto nivel técnico y sigue haciéndolo a un ritmo vertiginoso. Cada día se rompen récords, se logran resultados cada vez más sorprendentes; se superan límites insospechados hasta ayer.

El fútbol es hoy el espectáculo deportivo más consumido, en un incremento constante (programas especializados, ropa afín, escuelas de fútbol para niños, sistemas de pronósticos de resultados multimillonarios, contratos por sumas impensables, etcétera). Su presencia omnímoda, de monumental magnitud, en los medios de comunicación, en la cotidianeidad mundial, abre algunas interrogantes.

Su promoción no está acompañada por una genuina política de desarrollo deportivo. En todo caso, el sacrosanto dios-mercado debería regular sus movimientos, sus acomodaciones. Alguna superestrella podrá fichar por sumas astronómicas (de ahí que muchos padres vean en las escuelas de fútbol un pasaporte para una posible “salvación” económica, según los talentos de sus hijos). Pero las grandes mayorías están condenadas a ser receptores pasivos del gran espectáculo montado: opinando, repitiendo frases hechas; envidiando, quizás, la suerte de algún astro.

El fútbol, como todos los deportes –quizá más que todos– dejó hace mucho tiempo de ser un pasatiempo dominguero. Pretender desandar ese camino hoy, en un mundo globalizado –donde todo, absolutamente todo, siguiendo la lógica capitalista, se mide en términos de beneficio económico– es imposible. Pero al menos se puede intentar no perder de vista el fenómeno, en su magnitud global: el fútbol (este circo romano moderno), además de negocio fabuloso es una cortina de humo, un mecanismo de control social de una dimensión increíble.

Sería ingenuo pensar que el Campeonato Mundial, esa parafernalia mediática que cada 4 años crea un escenario ilusorio de 30 días (hay propuestas, incluso, de realizarlo cada 2 años) sirve a las clases dominantes para hacer o dejar de hacer sus planes geoestratégicos de dominación a largo plazo. No necesitan de eso para invadir países,  fijar a su conveniencia los precios de la vida o desviar la atención sobre la catástrofe medioambiental en curso, debida al mismo modelo insostenible de desarrollo, sólo por citar algunos ejemplos.

Si hay lavado de cerebro por parte de las clases dominantes, ello no ocurre porque durante 1 mes se inunden las pantallas de televisión con partidos de fútbol y media humanidad hable sólo de los astros de moda, de cuánto ganan en cada fichaje o del nuevo modelo de ropa deportiva.

El proyecto es más insidioso: se trata de controlar en el día a día, abrumando con juegos y más juegos, campeonatos y ligas… ¿Cuántas horas diarias de fútbol consume por televisión un habitante promedio? ¿Mejora eso de algún modo su relación con el deporte? ¿Por qué ese crecimiento exponencial del fútbol profesional –amateur ya no existe, es casi una pieza de museo– en todo el mundo?

No hay dudas de que, al igual que todo gran evento de grandes proporciones, los mundiales puedan funcionar puntualmente como una distracción masiva, tal como también pueden serlo una boda de la realeza o la muerte de alguna estrella de la música pop, por ejemplo. No otra cosa fue el que organizó la dictadura militar argentina en 1978, con el que intentó lavar la cara de su sangrienta guerra sucia, o el de la Italia fascista de 1934, en que se buscaba a toda costa disciplinar y mantener ocupada a una clase obrera demasiado “rebelde” para la lógica capitalista.

De todos modos quedarse con la estrecha idea de que estos campeonatos son una cortina de humo de gobiernos dictatoriales, es ver sólo un lado del asunto. En todo caso, los Mundiales evidencian, de un modo especial, el papel que el fútbol profesional ha pasado a desempeñar en la moderna cotidianeidad.

Desde mediados del siglo pasado y sin detenerse –con un incremento creciente–, el negocio del fútbol sirve como “opio de los pueblos”. No es  una decisión de quienes estamos condenados a consumirlo en forma pasiva –sentados ante el televisor–, sino de los grandes poderes que fijan el curso de lo ocurrido en el día a día del planeta.

El fútbol –o más bien su manipulación a través de los medios masivos de difusión– transmite la ilusión de igualar clases sociales (ricos y pobres, explotadores y explotados se abrazan tras la camiseta de la selección nacional o su equipo preferido).

De ese modo distrae, aleja las preocupaciones… o al menos lo pretende. Su condición de gran negocio es innegable (lo que mueve globalmente cada año representa la decimoséptima economía mundial). Lo que sí puede deducirse es que poderes globales de largo aliento, más allá de las administraciones gubernamentales de turno, también lo aprovechan como droga social, como anestesia.

El Mundial no es sino una dosis un poco más fuerte del pan y circo cotidiano al que nos someten, con tres, cinco o más juegos diarios durante los 365 días del año. ¿Cuántos millones de personas están pendientes de un televisor (o radio, o pantalla de  computadora) siguiendo una transmisión futbolística, anestesiados, embobados, si queremos decirlo así?

¡Qué bueno que se practiquen deportes!, pero el circo moderno que nos manipula no fomenta la práctica deportiva precisamente. Por el contrario: nos adormece.

Marcelo Colussi*/Prensa Latina

*Catedrático universitario, politólogo y articulista argentino.

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