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Pierde la cultura… ganan los “superhéroes”

Pierde la cultura… ganan los “superhéroes”

Superhéroe

Sergio Berrocal*/Prensa Latina

Das un raquetazo poderoso, inteligente y te cubren de gloria. Si eres capaz de hacer chiribitos con un balón de reglamento, ya puedes entrar en el universo de las estrellas multimillonarias del balompié. Cualquier deporte puede conducir a la gloria, al reconocimiento, a la cumbre de los millonarios en euros o en dólares, que para el cuento hasta las libras esterlinas valdrían. Todo lo demás es concierto para xilófono y falso Stradivarius en un túnel de las mil y una pesadillas.

Superhéroe

El saber sirve cada día menos. Cada día ocupa menos lugar. Cada día es más despreciada la cultura. Importa más la notoriedad social, el dinero, ser millonario que matemático capaz de resolver la cuadratura del círculo. Se impone la inteligencia malévola, la de la serpiente de cascabel, a la del Van Gogh que pasó toda una vida en el umbral de la locura porque le iba a estallar la cabeza de tanta belleza. Y nadie le hacía caso, salvo su hermano Théo, que por una casualidad diabólica es marchante de cuadros y le compra los suyos que amontona en un granero. A cambio, le pasa una renta para que pueda subsistir.

La historia dice que Van Gogh nunca tuvo la satisfacción de vender un cuadro, un solo cuadro, lo que no le costaría trabajo hoy a cualquier pintor mediocre o sin talento.

Hubo tiempos en que escribir conducía a la gloria del reconocimiento, del encantamiento. El siglo XIX está lleno de escritores bien pagados y felices por escribir. Había miles y miles (no eran todavía tiempos de millones de libros vendidos) de lectores que les correspondían, que les quitaban sus libros de las manos, e incluso los modestos folletines a los que muchos de esos escritores recurrían (Alejandro Dumas es quizá el ejemplo más claro) antes de llegar al libro impreso con tapas de cuero o de cartón.

En el siglo XXI –veintiuno para que no haya confusiones porque el saber de los teléfonos móviles no da a veces para mucho–, muy pocos escritores en el mundo saben qué olor tiene la gloria. Los que se embriagan con ese perfume como de un Chanel 5 son autores de kilométricas y enrevesadas novelas de intriga que nada tienen que ver con las deliciosas y sociales novelas negras.

Se vende la intriga, el embrutecimiento casi al peso de 700, 1 mil páginas de atmósferas propias para leer en la playa o en el campo. La lectura ya no es un gozo espiritual que se experimente en el silencio de la lectura. Es, a lo más, un pasatiempo.

Casi no se regalan libros. Repelen. Me pregunto qué niño de nuestro Occidente poderoso y decadente actual podría decir que ha leído a Víctor Hugo cuando tenía 12 años, de lo que todavía presumen gente de países menos agraciados por la fortuna pero a las que un régimen político les dio ese acceso a la lectura seria y consecuente que ya no existe.

La infancia, la que nosotros labramos, se vuelca en juegos electrónicos espantosos, la mayoría de los veces, juegos de tronos o destronados en los que todo consiste en matar antes de que te maten, mutilar, saber ser inefablemente perverso, exageradamente hábil para el engaño, para la trampa aunque la maldad pase sólo con el mando de un aparatito que reproduce sensaciones en una pantalla.

Triunfar es la palabra clave del siglo XXI, no saber, no ser capaz de componer una sinfonía o de escribir un libro, una simple carta, importa poco, literalmente un bledo. A casi nadie le importa. La palabra clave es el signo apocalíptico de mini-ordenadores que enseñan la brutalidad del menor esfuerzo. ¿Para qué quieres saber leer y escribir cuando pueden hacerlo por ti? ¿Acaso una estrella de futbol o de beisbol, de baloncesto o de tenis necesita un intelecto regado por el conocimiento de los miles de libros que se necesitaban en otros tiempos para considerarse medianamente ilustrado, medianamente culto?

Ellos, esas estrellas que la gente aplaude, a las que da hasta su último suspiro vital en forma de entradas, de derechos para verlas, para gozar como dispara ese gol que provoca el intencionado y bien pagado por falso que sea espasmo (goooool), que en los mejores locutores va hasta el chillido infinito, que remueve conciencias y no precisamente de arrepentimiento. “Aprendí a ganar dinero, pero sólo aprendí eso”, dice un personaje de Norman Mailer en El parque de los ciervos.

Consulten las listas de películas más super-taquilleras. Triunfa la amazona desbocada, la violencia más sangrienta, inútil y absurda capaz de jubilar al mismísimo Quentin Tarantino que hace sólo unos años pasaba por ser un maestro a la hora de engendrar matanzas con humor, gracia e infinito talento. Ahora sólo le queda jubilarse y vivir de los recuerdos, mientras los simios vuelven dispuestos a llevarse hasta el último dólar de las taquillas. Qué gran cosa es el progreso.

Ganan los superhéroes, precisamente cuando en Estados Unidos, el país que los creó, reina desde hace ya un tiempo, que a algunos les parece infinitamente largo, un nuevo presidente, Donald Trump, al que un especialista como Dan P McAdams, presidente del departamento de sicología de la Northwestern University (Illinois, Estados Unidos) y biógrafo de otro presidente republicano, George W Bush, describe como un narcisista incontenible. “…Su narcisismo devorador es el único motor que lo mueve –afirma–. Lo que más le importa es asegurarse que los demás lo miran, encontrarse en el centro y dominar la acción antes que nada”.

Tiempos de enormes puñetazos sobre la mesa, de muros infinitos para asustar a los más débiles, a los que no pueden apenas defenderse. Y ningún superhéroe engendrado precisamente por esa sociedad cuyo lema es “todo para nosotros” va a acudir a ayudarle, a sacarlo del atolladero. Son los superhéroes de los poderosos, nada de Robin de los bosques, cuya leyenda decía que robaba a los ricos para dar a los pobres. Eso ya ha quedado vacío de sentido, carente de valor comercial, lo único que cuenta es el taquillazo, caiga quien caiga.

El objetivo es ganar espectadores, llenar las cuentas corrientes de las productoras. Caiga quien caiga, más que nunca. Aunque pocos sepan quién es Emir Kusturica, el cine, nuestro cine que todo lo puede, tiene una enorme responsabilidad en este estado del mundo. Pero se cierran los ojos por qué escribió James Joyce. Qué más da.

*Escritor y periodista francés residente en España

 

 

Contralínea 554/ Del 28 de agosto al 3 de septiembre de 2017Dádivas de Nuño al SNTE