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Israel y Kennedy, nuevas revelaciones

Israel y Kennedy, nuevas revelaciones

Hace exactamente 50 años se producía un episodio decisivo en la historia de la “democracia estadunidense”, una lucha épica cuyo desenlace ha sido determinante para el futuro del mundo entero. De no haber sido asesinado, ¿Kennedy habría frenado la creciente influencia israelí en los asuntos de Estados Unidos?

Laurent Guyénot/Red Voltaire
 
En mayo de 1963, el Comité de Relaciones Exteriores del Senado de Estados Unidos abría una investigación sobre las operaciones clandestinas de agentes extranjeros en territorio estadunidense, indagatoria cuyos principales objetivos eran el American Zionist Council (Consejo Sionista Estadunidense) y la Jewish Agency for Israel (Agencia Judía para Israel). La pesquisa estaba motivada por un informe redactado en marzo de 1961 (y desclasificado en 2010) por el presidente de esa Comisión permanente, William Fulbright, que indicaba: “en los últimos años ha habido un creciente número de incidentes que implicaban intentos de gobiernos extranjeros, o de sus agentes, con vistas a influir en la política exterior americana [estadunidense] a través de métodos que se salen de los canales diplomáticos normales”. Al señalar que esos métodos incluían “actividades secretas en Estados Unidos y en otras partes”, Fulbright apuntaba al caso Lavon de 1953, en el que varios judíos egipcios entrenados en Israel perpetraron contra objetivos británicos atentados con bombas que debían atribuirse a la Hermandad Musulmana para desacreditar a Gamal Abdel Nasser ante británicos y estadunidenses. La investigación del Senado sacó a la luz una actividad de blanqueo de dinero a través de la cual la Jewish Agency (indisociable del Estado de Israel, del que incluso fue precursora) hacía llegar decenas de millones de dólares al American Zionist Council, principal lobby israelí en Estados Unidos. Como resultado de aquella investigación, el Departamento de Justicia, bajo las órdenes del entonces attorney general (ministro de Justicia) Robert Kennedy, exigió que –ya que estaba financiado por el Estado de Israel– el American Zionist Council se registrara como “agente extranjero” y quedara, por lo tanto, sometido a las obligaciones estipuladas en la Foreign Agents Registration Act de 1938 (Ley de Registro de Agentes Extranjeros), lo cual implicaba una estrecha vigilancia de sus actividades.
 
Aquel intento de contrarrestar la creciente interferencia de Israel en la política estadunidense estaba, por supuesto, respaldado por el presidente. Aún cuando no era más que un joven periodista que cubría la conferencia inaugural de la ONU (Organización de las Naciones Unidas), John F Kennedy ya había visto con desagrado la capacidad de Israel para la compra de políticos, lo que incluía al propio presidente.
 
En efecto, el 15 de mayo de 1948, al reconocer al Estado de Israel –sólo 10 minutos después de su proclamación oficial y en contra de la opinión unánime de su propio gobierno–, el presidente Harry Truman no sólo se había ganado un lugar en la historia bíblica (“el histórico acto de reconocimiento de Truman quedará grabado para siempre en letras de oro en los 4 mil años de historia del pueblo judío”, proclamó entonces el embajador israelí), sino que también se echó en el bolsillo 2 millones de dólares para su campaña por la reelección. “Es por eso que nuestro reconocimiento de Israel fue tan rápido”, confió Kennedy a su amigo el novelista y ensayista Gore Vidal.
 
En 1960, el propio John F Kennedy recibió del lobby israelí una oferta de ayuda financiera para su campaña presidencial. Así resumió [Kennedy] a su amigo el periodista Charles Bartlett la proposición del mecenas Abraham Feinberg: “Sabemos que su campaña enfrenta dificultades. Estamos dispuestos a pagar sus cuentas si usted nos deja el control de su política en el Medio Oriente”. Bartlett recuerda que Kennedy se prometió a sí mismo que “si llegaba a convertirse en presidente haría algo por cambiar aquello”. En 1962 y 1963, Kennedy presentó siete proyectos de ley para reformar el financiamiento de las campañas electorales de los congresistas. Todos fueron exitosamente combatidos por los mismos grupos de presión contra los que estaban dirigidas.
 
Todos los esfuerzos gubernamentales por limitar la corrupción que los agentes de Israel estaban imponiendo en la democracia estadunidense se vieron frenados de golpe por el asesinato de Kennedy y por la llegada de Nicholas Katzenbach al Departamento de Justicia, en sustitución del hermano de Kennedy. El American Zionist Council escapó a la inscripción como agente extranjero al disolverse y cambiar de nombre por el de American Israel Public Affairs Committee (AIPAC). Diez años más tarde, el 15 de abril de 1973, Fullbright señalaba en la CBS: “Israel controla el Senado estadunidense […]. La gran mayoría del Senado –alrededor del 80 por ciento– apoya por completo a Israel. Éste obtiene todo lo que quiere”. El AIPAC mantuvo las mismas prácticas que su antecesor y escapó a todo tipo de sanción cuando sus miembros fueron sorprendidos en flagrante delito de espionaje y alta traición: en 2005, dos responsables del AIPAC fueron absueltos después de haber recibido de Larry Franklin, de la Oficina de Planes Especiales del Pentágono, una serie de documentos clasificados como secreto militar, que ellos transmitieron a un alto funcionario de Israel. En 2007, John Mearsheimer y Stephen Walt demostraban en su libro El lobby israelí y la política exterior de Estados Unidos que el AIPAC y los grupos proisraelíes de cabildeo de menor importancia eran la causa principal de la guerra contra Irak y, más ampliamente, que eran también el factor determinante de la política exterior estadunidense en Oriente Medio. Como nada ha cambiado desde entonces, no hay razón alguna para que el gobierno de Benjamin Netanyahu no logre obtener él también, de Estados Unidos, la destrucción de Irán, la cual no deja de exigir.
 

Kennedy, la bomba y Dimona

 
Si Kennedy no hubiera sido asesinado, la influencia de Israel seguramente se hubiera visto limitada en otro sector más, el del armamento nuclear. Desde el inicio de la década de 1950, David Ben-Gurión, quien ejercía simultáneamente las funciones de primer ministro y de ministro de Defensa, había emprendido la fabricación secreta de bombas atómicas, con lo que desvió de su objetivo el programa de cooperación pacífica Atom for Peace que Eisenhower había iniciado ingenuamente. Informado por la CIA (Agencia Central de Inteligencia estadunidense), inmediatamente después de su llegada a la Casa Blanca, sobre el verdadero objetivo del complejo de Dimona, Kennedy hizo todo lo posible por obligar a Israel a renunciar a sus intenciones en ese sentido. Exigió a Ben-Gurión la realización de inspecciones periódicas en Dimona. Primero lo hizo de viva voz en Nueva York, Estados Unidos, en 1961, y posteriormente a través de cartas oficiales cada vez más insistentes. En la última de esas cartas, fechada el 15 de junio de 1963, Kennedy exigía una primera inspección inmediata a la que seguirían inspecciones regulares cada 6 meses, a falta de lo cual “el compromiso y el respaldo de nuestro gobierno a Israel pudieran verse en serio peligro”. El efecto de aquel mensaje fue sorprendente: Ben-Gurión dimitió el 16 de junio, con lo que evitó la recepción de aquella carta. Cuando el nuevo primer ministro Levi Eshkol entró en funciones, Kennedy le envió de inmediato una carta idéntica, fechada el 5 de julio de 1963.
 
Lo que quería Kennedy no era evitar que Israel alcanzara un poder que Estados Unidos reservaba para sí mismo y para sus aliados de la OTAN (Organización del Tratado Atlántico Norte). Su objetivo formaba parte de un proyecto mucho más ambicioso que ya había anunciado el 25 de septiembre de 1961 –es decir, 9 meses después de su investidura– ante la Asamblea General de la ONU: “Hoy cada habitante de este mundo debe imaginar el día en que este planeta haya dejado quizás de ser habitable. Cada hombre, mujer o niño está viviendo bajo una espada de Damocles nuclear, pendiente de frágiles hilos que pueden ser cortados en cualquier momento por accidente o por error, o por locura. Hay que liquidar esas armas de guerra antes de que ellas nos liquiden […]. Tenemos por lo tanto intenciones de lanzar un desafío a la Unión Soviética, no para una carrera armamentista sino para una carrera por la paz, para avanzar juntos, paso a paso, etapa por etapa, hasta alcanzar el desarme general y completo”. Nikita Jruschov captó el mensaje y respondió favorablemente en una carta confidencial de 26 páginas, fechada el 29 de septiembre de 1961 y transmitida a través de un canal secreto. Después de la crisis de octubre de 1962 causada por los misiles instalados en Cuba, la guerra nuclear que habían logrado evitar a duras penas gracias a su propia sangre fría aproximó aún más a los dos jefes de Estado en cuanto a la convicción de que compartían la responsabilidad de liberar a la humanidad de la amenaza atómica. Jruschov envió entonces a Kennedy una segunda carta privada en la que expresaba su esperanza de que, en 8 años de presidencia de Kennedy, “podamos crear buenas condiciones para una coexistencia pacífica en la Tierra, lo cual apreciarían altamente los pueblos de nuestros países así como los demás pueblos”. A pesar de otras crisis, Kennedy y Jruschov prosiguieron aquella correspondencia secreta, hoy desclasificada, que comprende en total 21 cartas dedicadas en gran parte al proyecto de abolir el arma atómica.
 
En 1963, las negociaciones desembocaron en el primer tratado de limitación de los ensayos nucleares que los prohibía en la atmósfera y bajo el agua, tratado firmado el 5 de agosto de 1963 por la entonces Unión Soviética, Estados Unidos y el Reino Unido. Seis semanas más tarde, el 20 de septiembre de 1963, Kennedy expresaba ante la ONU su orgullo y esperanza: “Hace 2 años declaré ante esta Asamblea que Estados Unidos había propuesto y estaba dispuesto a firmar un tratado limitado de prohibición de los ensayos. Hoy ese tratado está firmado. No acabará con la guerra. No eliminará los conflictos fundamentales. No garantizará la libertad a todos. Pero puede ser una palanca. Y se dice que Arquímedes, al explicar el principio de la palanca, dijo a sus amigos: ‘Denme un punto de apoyo y moveré el mundo’. Queridos cohabitantes de este planeta, podemos mover el mundo hacia una paz justa y duradera”.
 
En su última carta a Kennedy, entregada al otrora embajador de Estados Unidos Roy Kohler, pero que nunca llegó a su destinatario, Jruschov se mostraba igualmente orgulloso de aquel primer tratado histórico, que “ha inyectado una mentalidad fresca en la atmósfera internacional”. Y presentaba otras proposiciones, al retomar las palabras de Kennedy: “Su instrumentación abriría el camino hacia el desarme general y completo y, por consiguiente, hacia la liberación de los pueblos de la amenaza de la guerra”.
 
En la década de 1960, el desarme nuclear era un objetivo realista. Sólo cuatro países disponían del arma nuclear. Había una posibilidad histórica que aprovechar y Kennedy estaba decidido a no desperdiciarla. “Me obsesiona la impresión de que si no lo logramos en 1970 habrá quizá 10 potencias nucleares en vez de cuatro, y 15 o 20, en 1975”, dijo en su conferencia de prensa del 21 de marzo de 1963. Mientras que, siguiendo las huellas de Estados Unidos y la entonces Unión Soviética, todos los países de la OTAN y del bloque del Este daban un primer paso hacia el desarme nuclear, Israel hacía en secreto lo contrario y Kennedy estaba decidido a impedirlo.
 
La muerte de Kennedy, meses más tarde, alivió la presión sobre Israel. Johnson decidió ignorar lo que sucedía en el complejo de Dimona. John McCone, entonces el director de la CIA nombrado por Kennedy, dimitió en 1965 tras quejarse del desinterés de Johnson sobre aquel tema. Israel obtuvo su primera bomba atómica hacia 1967, sin admitirlo nunca. Richard Nixon tampoco se preocupó del asunto, mientras que su consejero de seguridad nacional, Henry Kissinger, expresaba en privado su satisfacción ante la idea de tener en Israel una potencia nuclear aliada. Nixon, de quien se puede decir que el Estado profundo entró con él a la Casa Blanca, jugó un doble juego: mientras respaldaba públicamente el Tratado de No Proliferación de 1968 (que no era una iniciativa estadunidense), envió a su propia burocracia un mensaje totalmente opuesto a través de un National Security Decision Memorandum de carácter secreto (NSDM-6) que decía:
 
“No debe haber ningún esfuerzo de Estados Unidos por forzar a otros países […] a aplicar [el Tratado]. Este gobierno, en su postura pública, debe reflejar un tono optimista en cuanto a que otros países firmen o ratifiquen [el Tratado], apartándose al mismo tiempo de todo plan de hacer presión sobre esos países para que firmen o ratifiquen.”
 
Según las cifras del Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI, por su sigla en inglés) correspondientes a 2011, existen hoy en todo el mundo 20 mil bombas nucleares que tienen como promedio una potencia 30 veces superior a la bomba atómica de Hiroshima, lo cual equivale en total a 600 mil veces lo sucedido en aquella región japonesa. De esas bombas, 1 mil 800 se hallan en estado de alerta, es decir, listas para ser utilizadas en cuestión de minutos. Con menos de 8 millones de habitantes, Israel es la sexta potencia nuclear a nivel mundial.
 

Johnson y el USS Liberty

 
Kennedy no es recordado en Tel Aviv como un amigo de Israel. Además de sus ataques contra el descarado cabildeo de Israel y contra las ambiciones israelíes de poderío nuclear, Kennedy se había comprometido a favor del derecho al regreso de los 800 mil palestinos expulsados de sus casas y de sus poblados en 1947 y 1948. El 20 de noviembre de 1963, su delegación ante la ONU llamaba a la ejecución de la Resolución 194 en ese sentido. Kennedy no tuvo tiempo de leer en los diarios las reacciones escandalizadas de Israel, ya que fue asesinado 2 días después.
 
La llegada de Johnson a la Casa Blanca fue saludada con alivio en Israel: “No cabe duda de que con la llegada de Lyndon Johnson al poder tendremos más oportunidad de acercarnos directamente al presidente si nos parece que la política estadunidense es contraria a nuestros intereses vitales”, estimaba el diario israelí Yediot Ahronot. Lejos de recordar a Israel su propia limpieza étnica, Johnson abrazó plenamente el mito de la “tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”, e incluso un día llegó a comparar, ante un auditorio judío, a los “pioneros judíos que construyen una casa en el desierto” con sus propios ancestros en la colonización del Nuevo Mundo (lo que, en el fondo, subraya involuntariamente la equivalencia entre la negación de la limpieza étnica aplicada en Palestina por los israelíes y la negación por los estadunidenses de su propia historia de genocidio).
 
Kennedy había reducido la ayuda a Israel, pero Johnson la aumentó de 40 a 71 millones de dólares, e incluso a 130 millones al año siguiente. La administración Kennedy había autorizado únicamente la venta a Israel de unas cuantas baterías de misiles defensivos, pero bajo la administración Johnson, más del 70 por ciento de la ayuda a Israel se utilizó para financiar la compra de armamento, como 250 tanques y 48 aviones de ataque Skyhawk. En 1966, la ayuda material a Israel alcanzó los 92 millones de dólares, más que la suma de todos los años anteriores. Mientras tanto, Johnson privó de ayuda estadunidense a Egipto y Argelia, con lo cual se obligó a esos dos países a volverse hacia la otrora Unión Soviética para mantener el nivel de sus defensas.
 
En junio de 1967, Johnson dio a Israel una “luz amarilla” para su guerra supuestamente “defensiva” contra Egipto, a través de una carta fechada el 3 de junio en la que aseguraba al primer ministro israelí Levi Eshkol que quería “proteger la integridad territorial de Israel y […] proporcionar un respaldo americano tan eficaz como fuera posible para preservar la paz y la libertad de su nación y de la región”.
 
La muerte de Kennedy instauró un profundo duelo en el mundo árabe, donde su retrato ornaba numerosos hogares. “Ahora es De Gaulle el único jefe de Estado occidental con cuya amistad pueden contar los árabes”, diría Gamal Abdel Nasser. Mientras reducía la ayuda a Israel, Kennedy había abastecido generosamente de trigo a Egipto en el marco del programa Food for Peace (Alimento para la Paz). La breve presidencia de Kennedy fue para Egipto un feliz paréntesis y también un sueño que rápidamente fue disipado. Bajo Eisenhower, en 1954, Egipto había sido blanco de actos de terrorismo del tipo false flag (bandera falsa), perpetrados por Israel para “acabar con la confianza de Occidente en el régimen egipcio existente [e] impedir la ayuda económica y militar de Occidente a Egipto”, según los términos utilizados por el jefe de la Inteligencia Militar (Aman) Benjamin Givli en un telegrama secreto actualmente desclasificado. El complot se descubrió a causa de la detonación accidental de uno de los artefactos, lo que desencadenó el escándalo del caso Lavon (apellido del ministro de Defensa Pinhas Lavon, quien fue considerado responsable), mismo que rápidamente fue acallado en Israel y en Estados Unidos. El primer ministro israelí Moshe Sharett, partidario de un sionismo moderado y respetuoso de las reglas internacionales, señaló en aquella época –aunque en privado– el irresistible ascenso de los extremistas, entre los que él incluía al futuro presidente Shimon Peres, precisando que “quiere aterrorizar a Occidente para llevarlo a respaldar los objetivos de Israel” y que “eleva el terrorismo a la categoría de principio sagrado”.
 
La muerte de Kennedy dio nuevamente rienda suelta al terrorismo maquiavélico que se ha convertido en la especialidad de Israel. Dos días antes del final de la Guerra de los Seis Días, el ejército israelí lanzó contra el USS Liberty la más célebre y calamitosa de sus agresiones false flag. En el soleado día del 8 de junio de 1967, tres bombarderos Mirage sin distintivos y tres lanchas torpederas con bandera israelí bombardearon, ametrallaron y torpedearon durante 75 minutos aquel barco no armado de la NSA (Agencia de Seguridad Nacional estadunidense), que se hallaba en aguas internacionales y que era perfectamente identificable, con la evidente intención de que no quedara ningún sobreviviente, ya que llegaron incluso a ametrallar los botes salvavidas. Sólo cesó el ataque al acercarse un navío soviético, cuando ya habían matado a 34 miembros de la tripulación, en su mayoría ingenieros, técnicos y traductores. Se piensa que, si hubieran logrado hundir el barco sin testigos, los israelíes habrían atribuido el crimen a Egipto, para arrastrar así a Estados Unidos a la guerra del lado de Israel. Según Peter Hounam, autor de Operation Cyanide: why the bombing of the USS Liberty nearly caused world war III (libro publicado en 2003), el ataque contra el USS Liberty contó con la autorización previa y secreta de la Casa Blanca, en el marco del proyecto Frontlet 615, “un arreglo político secreto concluido en 1966 en el cual Israel y Estados Unidos se comprometían a destruir a Nasser”. Las órdenes emitidas aquel día por la Casa Blanca, que retrasaron el auxilio durante varias horas, sugieren que Johnson no sólo cubrió a los israelíes después de los hechos, sino que incluso se había puesto de acuerdo con ellos de antemano. Oliver Kirby, vicedirector de Operaciones de la NSA en aquella época, dijo el 2 de octubre de 2007 al periodista John Crewdson, del Chicago Tribune, que las transcripciones de las comunicaciones de los aviones israelíes interceptadas por la NSA e inmediatamente transmitidas a Washington no dejaban lugar a dudas sobre la identidad de los atacantes ni sobre el hecho de que estos últimos habían identificado su blanco como estadunidense antes de atacarlo: “Yo estoy dispuesto a jurar sobre un montón de biblias que nosotros sabíamos que ellos sabían [que el barco era estadunidense].” Ya desenmascarado, Israel habló de un error y presentó excusas, con las cuales se contentó Johnson, al pretextar: “I will not embarrass our ally” (“no me turbarán nuestros aliados”). En enero de 1968, cuando Johnson recibió en Washington al entonces primer ministro israelí, Levi Eshkol, y lo invitó después a un rancho de Texas, las relaciones fueron calurosas. Israel sacó de ello una enseñanza de impunidad cuya influencia sobre su comportamiento no debemos subestimar: el precio a pagar por el fracaso de una operación false flag contra Estados Unidos es cero. De hecho es imposible fracasar, ya que los propios estadunidenses se encargarán de encubrir el crimen de Israel: Tel Aviv recibió de inmediato armas y aviones estadunidenses, lo que convirtió rápidamente a Israel en el cliente número uno de la industria militar de Estados Unidos.
 
 
 
Fuente: Contralínea 335 / mayo 2013