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El país que queda

El país que queda

Hay dos versiones de cuál es el México que quedará después del fin del gobierno del presidente Felipe Calderón.
           
Una, impulsada desde las propias trincheras del gobierno, nos dice que lo que queda es una voluntad indomable de luchar con todas las fuerzas del Estado contra el narcotráfico y la delincuencia organizada. Esa versión también insiste en que los gobiernos anteriores permitieron el narcotráfico o pactaron con él.
 



Pero la otra versión es más compleja. El gobierno del presidente Calderón no ha dado tregua al narcotráfico, pero ha elegido una vía sui generis, alimentada por la acumulación de experiencias de los gobiernos de los partidos Revolucionario Institucional (PRI) y Acción Nacional (PAN): al narcotráfico no se le puede atacar frontalmente y de manera total sin correr el riesgo de entrar en un baño de sangre y una etapa de ingobernabilidad.
Tomando ventaja de que el narcotráfico sólo puede ser abatido por la vía de la reducción del consumo, a través de programas de educación y de salud pública, y por medio de una estrategia de semilegalización de la venta y consumo de drogas, las bandas criminales han buscado pactos con los gobiernos en turno para seguir con su negocio y eliminar a sus competidores o enemigos.
 
La apertura de casos judiciales contra exgobernadores y generales en retiro, más allá de la connotación electoral, indica que el modus operandi del narcotráfico estaba basado en alianzas estatales o regionales con los poderes políticos o militares locales. Los mandatarios estatales, ya sea obligados por la oferta de plata o plomo, o por el interés criminal de enriquecerse aliándose con narcotraficantes, comenzaron a hacer pactos con las direcciones estratégicas de las organizaciones delictivas. De esa asociación partía la corrupción de la policía estatal y de los cuerpos policiales municipales.
Aunque más difícil de lograr, la corrupción de funcionarios federales era también deseable y posible para narcotraficantes que no escatimaban millones de dólares para comprar la protección de funcionarios públicos de origen civil, policial o militar.
 
Con un aparato de contraloría y de inteligencia prácticamente desmantelado, los funcionarios honestos se encontraban con una fuerza federal diezmada, en el sentido literal de la palabra, por la corrupción. En privado, los procuradores generales de la República admitían que la fuerza confiable sólo contaba con el 10 por ciento de sus elementos. Lo demás era una mayoría inmensa de agentes y funcionarios trabajando para el narcotráfico.
 
¿Cómo trazar entonces una estrategia efectiva en esas condiciones de debilidad? Las primeras nociones surgieron al final del gobierno del presidente Ernesto Zedillo y al principio de la administración del presidente Vicente Fox: históricamente, los gobiernos en turno tenían que aliarse con una sola de las fracciones o bandas del narcotráfico para combatir a las demás.
 
La libertad obtenida por Joaquín Loaera Guzmán, alias el Chapo, a principios de 2001 no sólo indicó el poder de un narcotraficante para comprar a todos los funcionarios que podrían hacer posible su escape de la prisión de máxima seguridad de Puente Grande, Jalisco, sino la habilidad para conseguir amigos y deshacerse de sus enemigos: ordenó el asesinato del funcionario del entonces presidente Fox encargado de endurecer la vigilancia en los penales de máxima seguridad y logró alianzas en la nueva administración para combatir a sus cárteles enemigos.
 
A partir de ese momento empezó lo que conocemos como la versión mexicana de la guerra civil. El cártel de Sinaloa, como organización criminal predominante, tanto por el nivel de sus finanzas como por la extensión territorial de sus operaciones, comenzó una matanza de narcotraficantes rivales que no sólo le dejaba el camino abierto a sus operaciones de tráfico de drogas a nivel nacional, sino que además convenía al interés de una parte del gobierno que cerraba los ojos ante el asesinato de narcotraficantes. “Uno menos”, era la reacción inmediata de las fuerzas de seguridad al escuchar que un narcotraficante o un sicario había sido asesinado.
 
El gobierno mexicano eligió mantener los asesinatos cometidos por narcotraficantes como parte de los delitos del orden común, sólo perseguibles por los procuradores estatales, sin que las autoridades federales intervinieran para terminar con la matanza. Esa decisión jurídica es la base de la impunidad de los más de 70 mil asesinatos relacionados con el tráfico de drogas en México.
 
Aunque está documentada una cumbre de narcotraficantes en México para formar un solo bloque contra el gobierno federal, ocurrida a principios del presente sexenio, los líderes de la delincuencia organizada terminaron divididos en grandes bloques, entre ellos, uno encabezado por el llamado cártel del Pacífico, y otro encabezado por Los Zetas, quienes poseían el destacamento armado más profesionalizado de todos, pues sus elementos originales eran desertores del Ejército Mexicano. La defensa de Los Zetas comenzó y siguió siendo brutal, pues siendo originalmente sicarios, fuerza de choque, no había entre sus habilidades ninguna capacidad de negociación.
La configuración del conflicto armado actual ocurrió a principios de 2010, cuando el cártel del Pacífico, La Familia y el cártel del Golfo se unieron para expulsar a Los Zetas de la zona fronteriza y combatirlos en los estados ubicados a lo largo del Golfo de México. La alianza multicártel ayudó al gobierno a terminar con el cártel de los hermanos Beltrán Leyva y con el de los hermanos Arellano Félix, quienes habían labrado una alianza efímera con Los Zetas.
 
El México que deja este gobierno está sumido en este conflicto armado. Los territorios de Tamaulipas, Coahuila, Nuevo León y Veracruz están ahora afectados por esta ola de asesinatos masivos, indiscriminados, donde operan no sólo los destacamentos del Ejército Mexicano, la Armada de México y la Policía Federal, sino además de fuerzas paramilitares, escuadrones de la muerte, una reedición de la vieja Brigada Blanca de la década de 1970 que ahora está encargada de combatir a los narcotraficantes con las herramientas del asesinato y la desaparición forzada.
 
Efectivamente, el gobierno del presidente Calderón eligió el combate total a los cárteles del narcotráfico, pero es posible que al enfrentar la realidad y la imposibilidad de vencer a los narcotraficantes sin tocar el mercado de consumo de drogas, el gobierno haya elegido hacer el mayor daño posible a una parte del narcotráfico aunque eso significara entrar en los terrenos de la ingobernabilidad y la violencia extrema.
 
El país podría reconocer la voluntad del gobierno para combatir a los narcotraficantes, pero no agradecer sus resultados. La idea evidente en las esferas de la seguridad nacional mexicana de favorecer el conflicto armado interno para demostrar esa voluntad ha probado ser perjudicial en extremo para las partes del país ahora ingobernables. Esa ignominia quedará registrada así en la historia.
 
*Especialista en Fuerzas Armadas y seguridad nacional, egresado del Centro Hemisférico de Estudios de la Defensa, de la Universidad de la Defensa Nacional, en Washington
 
 
 
Fuente: Contralínea 292