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Calderón, caricatura de Ricardo II, Enrique IV y Luis XIV

Calderón, caricatura de Ricardo II, Enrique IV y Luis XIV

El presidencialismo mexicano tuvo en Carlos Salinas de Gortari a su Ricardo III de Shakespeare (1564-1616), pero no en una versión teatral, sino real; y lo superó demostrando que “la realidad es más pródiga que la más febril fantasía”. Y sigue suelto tras bambalinas, asomando a veces su calvicie y su rostro amenazante tras el peñismo que, si aparentemente hizo a un lado a la perversa maestra –la abeja-reina del Panal (Partido Nueva Alianza)-SNTE (Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación)–, no ha podido siquiera de dientes para fuera deshacerse de esa caricatura de Ricardo III que busca reposicionarse como poder tras el trono.
 
Con la representación de la primera parte de Enrique IV por la Compañía Nacional de Teatro (que este mayo se presentará en las Olimpiadas Culturales de Londres, en el Globe Theatre de Inglaterra), en un escenario al estilo de la época isabelina en el Zócalo de la Ciudad de México, no escapó a los asistentes la similitud entre ese Enrique IV y Felipe Calderón, quien también nos recuerda a Ricardo II. Estas magníficas obras shakespereanas escenifican el abuso del poder, donde la mala bestia aflora como la persona de malas intenciones y que procura hacer daño a otras.
 
La fallida guerra calderonista ha quedado en eso: hacer daño a la nación con una sangrienta confrontación, más para provocar que para liquidar la otra bestialidad del narcotráfico y demás delincuencias, que llevan como saldo más de 60 mil homicidios. En un escenario ex profeso ­–cuya fotografía recreó admirablemente el reportero gráfico Roberto García Ortiz (La Jornada, 14 de abril de 2012)– ese Enrique IV nos muestra a Calderón, y a Genaro García Luna como imitador del personaje Falstaff, al sobornar y asesinar con base en el “alimento para el polvo”.
 
No hay como Shakespeare para criticar los usos del poder político a través del Estado. En Ricardo II, antecedente de Enrique IV, se retrata al autócrata (ahora benévolamente se dice autoritario) que pensaba “merecía ser rey por el simple hecho de serlo” (John O Whitney y Tina Packer, La lección de Shakespeare. Consejos acerca del poder y el liderazgo, editorial Paidós). Así Calderón, que no piensa, y como todo creyente religioso adorador del neoliberalismo económico y fanático del libre mercado, cree ser presidente y merecerlo.
 
Enrique IV ha de enfrentarse a las sublevaciones que no logra vencer. Como tampoco Calderón ha sabido, e incluso ha confesado en la reunión de Cartagena, Colombia, que “el narco ya reemplaza funciones del Estado” (La Jornada, 15 de abril de 2012). A punto de abdicar y derrotado en vísperas del final de su ineficaz e ineficiente mal gobierno, Calderón ha llevado a más de 110 millones de mexicanos, de los 114 millones que somos, a sus peores desgracias económicas por desempleo, bajísimos salarios, la sangrienta inseguridad, el abandono del campo y la falta de agua por no recurrir a las desaladoras, dejando un país al borde del golpe militar.
 
En las narices de Calderón y el resto de los gobernantes que abusan del poder, como Marcelo Ebrard (pues aumentan el precio de servicios, alimentos e impuestos, mientras crece el desempleo y bajan los salarios), se representó Enrique IV de entre las obras conocidas como dramas históricos, donde con el resto de la grandiosa creación shakespereana, el mundo real, es un gran teatro donde “todos hacen entradas y sus mutis y diversos papeles en su vida”.
 
En ese Enrique IV se encuentran florecientes las semillas de la mala hierba político-despótica que Shakespeare pone en las raíces de Ricardo II. Y que históricamente personificó Luis XIV, de Francia, sintetizado en su cínica frase: “El Estado soy yo”. Sobre este abusador del poder se debe consultar El antiguo régimen, de Franz Funck-Brentano; y de Nancy Mitford, El rey sol. Y es que leer o presenciar las obras de Shakespeare, nos pone frente a la maestría del más completo conocedor de la naturaleza-mujer-hombre y que un autor como Harold Bloom bien supo precisar en el título de su estudio Shakespeare: la invención de lo humano. O de lo Humano, demasiado humano de Nietzsche.
 
Es lamentable que sólo durara unos cuantos días esta presentación. Más deplorable que por falta de apoyo oficial, al que nada le importa la divulgación de la cultura, no vaya la obra cuando menos a las capitales de las 31 entidades. Y por la centralización de siempre, sólo los capitalinos pudieron presenciar la réplica del teatro shakespereano para advertir que se escenificaba al calderonismo que agoniza tras haber causado daños irreparables a los mexicanos.
 
En tanto, zozobra la nave estatal que careció del timonel-gobierno federal; y los 32 desgobernadores, incluido el jefe de desgobierno del Distrito Federal, tampoco cumplieron con sus obligaciones para desgracia del país.
 
El Shakespeare del Zócalo nos dejó “su gran penetración en los seres humanos, incluso en las experiencias más radicales que tienen su fundamento en el mundo ordinario de los mortales” (Kenneth MacLeish y Stephen Unwin, Guía de las obras dramáticas de Shakespeare).
 
*Periodista