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La época infame

La época infame

/Primera parte
 
Independientemente del juicio que merezca para este tiempo de las generaciones venideras, por lo que a mí respecta [es] una conciencia absolutamente cierta de haber obrado en busca del bien de los demás, de México, que ésa es la única opción posible en la conciencia de cualquier patriota
Felipe Calderón, discurso en la Secretaría de Marina, 15 de diciembre de 2011
 
Abata la soberbia de los altivos
Máximas de  Antonio Pérez a Enrique IV de Francia, 16 de mayo de 1600
 
Traidor él su falsía/ vela, y fascina, y miente,/ y guiar finge al triste que extravía./ ¿Quién no le vio,/ ostentando ardiente celo,/ proclamarse insolente/ el vengador del ofendido cielo,/ y entre preces austeras/ alzar cadalsos, y encender hogueras?/ ¿No sustituyó a un mal, males sin cuento?/ De apagar el incendio que atizara/ hizo estéril alarde:/ ¿No veis cual acaudilla,/ blandiendo hierro y llama,/ ruin demagogo la soez cuadrilla? “Libertad, igualdad”, grita furioso; y al que su igual proclama/ despoja sin piedad./ Si rico le robó,/ le ultraja pobre./ O ya, halagando de cruel gavilla/ el furor sanguinario,/ entregar a la bárbara cuchilla/ más víctimas que al fuego/ lanzó jamás el fanatismo ciego./¿Podrá a su cetro odiado/ acaso imprimir lustre/ la espada heroica de feliz soldado?/ No; entre uno y otro bélico trofeo/ caerá el déspota ilustre:/ Caerá con ruido, y nuevo Prometeo,/ allá en tierras extrañas/ roerá hambriento buitre sus entrañas. Mas ¿no hará por ventura/ el opresor hundido/ la condición del hombre menos dura?/ No, no; reemplazarán déspotas ciento/al déspota caído./ Vario el disfraz, distinto el instrumento/ será de los rigores;/ mas siempre habrá oprimidos y opresores
Francisco Javier de Burgos (1778-1848), Oda a la razón
 
Felipe Calderón puede elogiarse a sí mismo en los términos que quiera. Puede bañarse cada noche en agua bendita o prender incienso a su propia imagen si desea. Pero decir públicamente que ha “obrado en busca del bien de los demás, de México”, con “la conciencia de cualquier patriota”, no es más que un acto narcisista, arrogante, desvergonzado: una exasperante parodia de su trastornada alteración de la realidad; una recreación del fragmento del discurso del orador ateniense Licurgo en contra Leócrates (330 antes de nuestra era), a quien acusa de traición a la polis, donde expresa: “los dioses no hacen otra cosa que desviar el entendimiento de los hombres malvados. Cuando la ira de los dioses busca el mal de alguien, antes le arrebata el buen entendimiento de su mente y lo conduce hacia la peor opinión, de modo que el hombre puede no saber nada de los errores que comete”.
 
Calderón no tendrá que esperar cínicamente sentado el juicio de las generaciones venideras hacia su gobierno. Éste ya lo iniciaron las actuales, sus víctimas, desde su campaña presidencial, lo que explica el prematuro y creciente descrédito e ilegitimidad que ha caracterizado a su sexenio. El balance social no es condescendiente como lo es él consigo mismo, ni servil como lo hizo su impúdico exsecretario particular, Roberto Gil Zuarth, quien le dijo a un ruborizado Calderón: “Yo quiero algún día ser como usted”, en una especie de apología tropical de un pueblerino Platón al moreliano Sócrates, expresión que mide sus patéticas aspiraciones.
 
El juicio social es lapidario. La población no pudo arrojarlo anticipadamente al basurero de la historia, en ejercicio de su derecho consagrado por la Constitución: “El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”, pues “todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste” (artículo 39). No por falta de razones, ya que Calderón ha incumplido su compromiso básico con la nación: “Guardar y hacer guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes que de ella emanen, y desempeñar leal y patrióticamente el cargo de presidente de la República que el pueblo me ha conferido, mirando en todo por el bien y prosperidad de la Unión” (artículo 87). “El pueblo [no puede] ejerce[r] su soberanía por medio de los Poderes de la Unión” (artículo 41), porque éstos se la han conculcado. Los partidos que lo representan en el Congreso, de derecha a la izquierda paraestatal –de “nueva izquierda” (sic), los Chuchos, Acosta Naranjo, Ríos Piter y demás mercenarios que los acompañan–, el Poder Judicial y las autoridades electorales no sólo se han convertido en los principales obstáculos en el uso de sus potestades, ellos son cómplices, usufructuarios y cancerberos del sistema y de un gobierno que ha pisoteado a placer la Carta Magna y oprobiado al pueblo. Han impedido y evitado la creación de los instrumentos institucionales que permitan aplicarle los preceptos constitucionales a un gobernante que actúa como un tirano: “el Presidente de la República, durante el tiempo de su encargo, sólo podrá ser acusado por traición a la patria y delitos graves del orden común” (artículo 108); “el cargo de presidente de la República sólo es renunciable por causa grave, que calificará el Congreso de la Unión, ante el que se presentará la renuncia” (Artículo 86).
 
La indignación y la protesta social no han logrado destituirlo porque se carece de la fuerza y el grado de organización necesario, de un proyecto y de la claridad programática que guíe su lucha y le permita alcanzar una nación soberana, democrática, con dirigentes que manden obedeciendo al pueblo, socialmente incluyente en lo económico, basada en la justicia, en el imperio de las leyes, que el sistema actual no puede ofrecer. Al exigir y delegar el cambio a las elites, la movilización social no alcanza a precisar a su enemigo histórico. Se ciñe a las reglas del juego impuestas por un sistema que se lo niega. Todavía no es capaz de alterar la relación amo-esclavo. La experiencia histórica nacional, la reciente indignación europea o las revueltas africanas (cuyas revoluciones han sido contenidas con la sangrienta violencia y el gatopardismo) evidencian hasta donde se tiene que llegar para transformar el estatu quo que sólo es funcional para el 1 por ciento de la población y, en menor medida, para otro 19 por ciento, a costa de los demás.
 

El gobierno calderonista ha sido uno de los más infames de la historia de México.

 
Calderón no tiene las virtudes de las que hablaba Max Weber en su trabajo La política como vocación: “El funcionario [que se] desempeña sin ira y [con] prevención, con un alto sentido ético del principio [y] la responsabilidad de sus decisiones”. “El [que] se honra con su capacidad de ejecutar precisa y concienzudamente” sus acciones, “en el más alto sentido de la palabra”. Carece del “honor del caudillo político, es decir del estadista dirigente [que] asume personalmente la responsabilidad de todo lo que hace, responsabilidad que no debe ni puede rechazar o arrojar sobre otro”. Forma parte de esos “funcionarios [y] malos políticos, irresponsables en sentido político y por tanto, desde este punto de vista, éticamente detestables”. Es un “demagogo, la figura típica del jefe político en Occidente”.
 
Calderón se ajusta más a la imagen de Maquiavelo (El príncipe): “Hay otros dos modos de llegar a ser príncipe que no se pueden atribuir a la fortuna o a la virtud”. Uno es “por un camino de perversidades y delitos”. “El que llega al principado con la ayuda de los nobles se mantiene con más dificultad que el que ha llegado mediante el apoyo del pueblo”. “Jamás podrá dominar a un pueblo cuando lo tenga por enemigo”. “Si vale más ser amado que temido, o temido que amado, nada mejor que ser ambas cosas a la vez; pero puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha de faltar una, declaro que es más seguro ser temido que amado. [Pero] el príncipe debe hacerse temer de modo que, si no se granjea el amor, evite el odio”. “Trate de huir de las cosas que lo hagan odioso o despreciable; y para ello bastará que se abstenga de apoderarse de los bienes de sus ciudadanos y súbditos, porque los hombres olvidan antes la muerte del padre que la pérdida del patrimonio”. “Cuando sea indispensable derramar la sangre, no deberá hacerlo nunca sin que para ello haya una conducente justificación y un patente delito, y ante todas cosas, no apoderarse de los bienes de la víctima. Si fuera inclinado a robar el bien ajeno, no le faltarían jamás ocasiones para ello: el que comienza viviendo de rapiñas, halla siempre pretextos para apoderarse de las propiedades ajenas”.
 
Su mandato es de la abyección. El ex “furibundo opositor, antipresidente [y] antigobiernista” Calderón (son sus palabras) se convirtió en lo que negaba. Son incontables sus transgresiones a las leyes, por lo que él y su gabinete son candidatos ideales para ser enjuiciados penalmente una vez que concluya su mandato. Su violación a las normas electorales (el financiamiento ilegal) en 2006 o 2009 sería suficiente para que siguiera los pasos del derechista expresidente francés Jacques Chirac, condenado por corrupción, malversación de fondos públicos, abuso de confianza y apropiación indebida del presupuesto para su partido.
 
Por esa razón, en 2004 fue condenado Alain Juppé, actual ministro de Exterior. En cambio, el Partido Acción Nacional fue sancionado con unos cuantos pesos por las tropelías de Calderón y Vicente Fox, los cuales, por cierto, fueron pagados con los impuestos que nos expolian y que sirven para financiar opulentamente a los partidos y sus castas divinas. La benevolencia de las penas revelan las reiteradas ilegalidades cometidas por todos esos organismos en el mismo sentido, sin que nadie pueda contener los ímpetus de quienes se supone deben ser los primeros en respetar las leyes.
 
Ello explica el grave desprestigio del sistema electoral ante una población que se siente traicionada, que no se siente representada por los partidos, que sólo velan por sus cuotas de poder y de dinero público, y cuyos legisladores, en juegos palaciegos, aprueban leyes antisociales y antinacionales, en beneficio de los sectores oligárquicos, violentan sus propias reglas legislativas, que son cómplices de los actos anticonstitucionales de los ejecutivos, merced a la existencia de mecanismos que los sancionen, los destituyan y los encarcelen por quebrantar de su juramento constitucional. Y así quieren su reelección, con las mismas condiciones de impunidad.
 
Dicho descrédito se magnifica con el retroceso en la “ciudadanización” del Instituto Federal Electoral, organismo que junto con el Tribunal Electoral de Poder Judicial de la Federación se han convertido en botín de los partidos y de sus propios directivos, en tapaderas de sus tropelías, en el hazmerreír de los oligarcas Emilio Azcárraga Jean y Ricardo Salinas Pliego y de quienes infringen las normas cada vez que se les pega la gana. Al cabo que para eso tienen a los complacientes Leonardo Zurita, José Alejandro Luna y compañía de turbia prosapia, sus eunucos de lujo que medran del erario con obscena alegría, que cobran salarios y prestaciones que son un insulto para el 80 por ciento de los trabajadores que apenan perciben hasta cinco veces el salario mínimo (menos de 9 mil pesos mensuales) comparados con esos “ciudadanos” que obtienen no menos de 300 mil. Los recientes flamantes consejeros electorales, paridos con fórceps, Lorenzo Córdova, María Marván y Sergio García nacen estigmatizados. Son hijos espurios de la violación a las leyes cometida por los legisladores, de las cuotas de poder partidarias y los acuerdos cortesanos. Sus escrúpulos “democráticos” no les impidieron sumarse a los guardianes de ese templo “republicano”. Velarán celosamente la ajada farsa “democrática” que recula a contrapelo de las demandas de la sociedad.
 
Sin embargo, lo anterior son niñerías, en comparación con el terrorismo de Estado, la estrategia de miedo, los crímenes de guerra cometidos por Calderón y los militares, el recorte de los derechos civiles, la entrega vil de la soberanía nacional a los estadunidenses, los pasos del Congreso de la nada Suprema Corte, la legalización de la rapiña privada y la corrupción con la “asociación” Estado-empresarios o el retroceso en más de un siglo con el triunfo del conservadurismo religioso. Ésas y otras traiciones a la nación son más que suficientes para destituir no sólo a Calderón, sino también a los poderes Legislativo y Judicial. Éstas ofrecen las justificaciones necesarias a las mayorías para luchar por su propio destino, dentro o fuera del sistema. Esos temas los veremos en la siguiente entrega.