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Reconstruyen comunidad destrozada por paramilitares

Reconstruyen comunidad destrozada por paramilitares

Una comunidad colombiana destrozada por los paramilitares se reagrupa varios lustros después. El reencuentro, para reconstruir su tejido comunitario y recuperar sus tierras, ahora en posesión de quienes los echaron. Se enfrentan a una burocracia anquilosada y a la violencia armada de los grupos ultraderechistas que no han sido desmovilizados

 
Constanza Viera/IPS-Voces de la Tierra
 
Camelias, Chocó, Colombia. “Si Dios quiere llegamos”, se lee en un letrero de un viejo vehículo rústico, el ideal para adentrarse desde Urabá, la zona bananera del Noroccidente de Colombia, al remoto valle del río Curbaradó. Esta región integra la selva del Nororiental departamento de Chocó, una de las más biodiversas del mundo, hasta que llegó ahí el conflicto armado que desde hace casi medio siglo enfrenta al Estado, a las guerrillas izquierdistas y al que se sumaron en la década de 1970 los grupos paramilitares de extrema derecha.
 
La Agencia de Noticias Inter Press Service viaja hasta ahí con documentalistas de Justice for Colombia, una coalición fundada en 2002 por el movimiento sindical británico, ante la matanza de sindicalistas y la crisis humanitaria en este país andino. En 1995 comenzaron los asesinatos y la arremetida paramilitar redobló en 1996. “Esto está tan transformado que no parece lo que fue. Todo está destruido: los árboles, la selva, los ríos, las fuentes, los arroyos”, rememora María Chaverra. Menuda, de piel negra, 69 años, ocho hijos y 37 nietos, ha vivido aquí más de medio siglo. Para toda la cuenca del Curbaradó y del río Jiguamiandó al Sur, es la “matriarca”, como llaman a las máximas lideresas en la región.
 
Empresas de palma africana con capitales de dudosa licitud desviaron ríos y secaron quebradas. Tras semanas de sequía –otrora impensable en el Chocó, una de las regiones más pluviosas del mundo– por fin llueve a cántaros. Es la zona humanitaria de Camelias, a cinco minutos a pie del río Curbaradó, un enclave salvaguardado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), donde se asientan 30 familias desplazadas que regresaron a su territorio, plagado de peligros. Algunas se aventuran a ocupar sus fincas. Nuevas llegan a refugiarse por amenazas. Los predios integran un territorio colectivo, forma de propiedad que la ley reconoce a las comunidades tradicionales de ascendencia africana.
 
Camelias, de 3.5 hectáreas, pertenece a Chaverra. “La donamos con mi esposo para crear la zona humanitaria y para que nos unifiquemos aquí, para luchar, defender y denunciar. Cuando se vaya cada quien a su finca, pues ya no existirá ésta”, indica. “Al denunciar nacional e internacionalmente, con el apoyo de la  Comisión Intereclesial de Justicia y Paz conseguimos la ayuda para crear esta zona humanitaria. Así fuimos acercándonos al territorio, porque la mayoría no ha llegado a su tierra de origen”.
 
“Aquí vivimos en medio de un conflicto, pero nada tenemos que ver con los actores armados, sean los que sean. Ni paramilitares, ni el Ejército, ni la guerrilla, nada”, afirma. Grandes letreros anuncian que Camelias es “lugar exclusivo de la población civil protegido por las medidas provisionales de la CIDH”. Cuatro líneas de alambre de púas la delimitan. En la orilla del río hay una base militar. Al otro lado está el Puerto Brisas, un caserío bajo el dominio de los paramilitares, formalmente desmovilizados, denuncian muchos. Éstos llegaron con la excusa de expulsar a la guerrilla surgida en 1964, pero el objetivo resultó ser la tierra; para que la gente se fuera la acusaban de guerrillera, incendiaban su casas, las aldeas y cometían variados crímenes. Para 1997 toda la población de las dos cuencas huyó y la mayoría salió de la zona.
 
Los colombianos desplazados desde mediados de la década de 1980 por el conflicto se sitúan entre 3.6 millones y más de 5 millones, las cifras dependen de si son datos oficiales o de organizaciones humanitarias.
 
“A nosotros nos desplazó el Estado colombiano, porque las incursiones fueron por los paramilitares en complicidad con el Ejército, la Brigada 17”, instalada en un municipio cercano, de acuerdo con la denuncia de Chaverra ante la CIDH. “No fue a la guerrilla a la que sacaron. Fui testigo. Nunca vi una guerra como la que se dio aquí”, relata. “Los campesinos fuimos los que sufrimos. Los que no morimos, soportamos calamidades e crudezas. A muchos se les morían los niños y los adultos fallecían sin atención, sin una pastilla para el dolor”, recuerda. “Muchas embarazadas alumbraban en los caminos. Iban con los dolores [de parto], corriendo y cuando no podían más, ahí se ponían y ahí caía el niño. Esa fue nuestra vida en esta guerra”.
 
Chaverra y su familia se quedaron en la cuenca, bailando con la muerte. “Éramos siete familias que escapábamos juntas. Si sonaban las balas, nos íbamos para otro lugar. Vivimos en las montañas seis meses, así, a sol y agua, sin protección de nada”. Cuando regresaron “no había un pedacito que no tuviera palma africana. Los químicos deterioraron la tierra”.
 
Las familias concentradas en Camelias sobreviven de la agricultura. “Lo volvimos a intentar. Bajo el miedo, sembramos el platanito [plátano] que ven, arroz y maíz, y criamos algunas gallinas para poder comer”, detalla.
 
Con la cosecha de una hectárea de maíz compran azúcar, sal, jabón y aceite. Pero cuando necesita algo de Puerto Brisas, Chaverra envía a otro. “Muchos no cruzamos al otro lado. Yo, ni al borde del río paso”, relata. “Todos estamos amenazados. Yo primero porque fui representante legal de las dos cuencas seis años”. La base militar “cuida los intereses de los empresarios, nos queda claro porque lo hemos visto”. ¿Y los paramilitares? “Eso está unido”.
 
Durante una asamblea comunitaria todos discuten, gesticulan, redactan comunicados y Chaverra habla al final y va al meollo del asunto. “Lo que los ministros tuvieron que decirnos es que van a desalojar de inmediato a los invasores”. Los ministros de Agricultura, Juan Camilo Restrepo, y del Interior, Germán Vargas visitaron Camelias en marzo pasado cuando el gobierno reconoció el título colectivo sobre las dos cuencas.
 
Así se acataron los repetidos fallos de la Corte Constitucional, tras la lucha iniciada por la comunidad en 2000 con ayuda de la también amenazada Comisión Intereclesial. La justicia asimismo ordenó el desalojo de los ocupantes de las tierras. De eso no hablaron los ministros y la policía no hace nada.
 
El gobierno del conservador Juan Manuel Santos prometió que durante su mandato (2010-2014) entregará 2 millones de hectáreas a los campesinos, por titulación de tierras o devolución de las usurpadas. La meta de 2011 es 500 mil hectáreas, pero cifras oficiales indican que de las 217 mil entregadas hasta julio pasado, sólo 14 mil son por restitución.
 
Los ocupantes no son de fiar. En junio pasado, uno atacó sexualmente a una niña de cuatro años y huyó; lo mismo hizo con otra niña de 10 años, semanas antes. En mayo pasado, el Ministerio de Agricultura denunció ante la Fiscalía General el intento de violación de dos mujeres en la zona. Entonces, una escolta desarmada de la organización británica Brigadas de Paz Internacionales obligó a los atacantes a marcharse.
 
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos solicitó en junio pasado a la CIDH que amplíe sus medidas provisionales en los alrededores de las zonas humanitarias. En diciembre de 2010 comenzaron a llegar a Curbaradó oleadas de invasores, tan pobres como intimidatorios, quienes advirtieron que si eran molestados “habían tres caminos: palo, machete o plomo”, afirma Chaverra. “Detrás de la invasión están los empresarios que nos sacaron”. “Quieren que choquemos con ellos, para decir: ‘es pelea de campesinos con campesinos’. Nosotros lo hemos evitado”, advierte la matriarca. “Queremos que los saquen de nuestro territorio jurídicamente, por vías pacíficas y que las autoridades competentes lo hagan”.
 
Por ahora se adelanta un censo ordenado por la justicia, en que los ancianos, como Chaverra, serán piezas clave para determinar quiénes son pobladores tradicionales y quiénes deben irse. Más de 1 mil hectáreas están ocupadas y el tiempo apremia. “De cinco familias tenemos sus fincas invadidas. No tenemos dónde sembrar ni una mata de arroz”, explica Adriana Tuberquia. “Teníamos plátano y los invasores lo cortaron para sembrar maíz. Estamos desesperadamente buscando el desalojo”, añade. La batalla por la recuperación continúa.