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Muerte en el autobús

Muerte en el autobús

La decisión ya estaba tomada. Bonfilio Rubio Villegas había regresado con sus padres a la comunidad nahua de Tlatzala, municipio de Tlapa, Guerrero, para informarles que el 26 de junio se iría nuevamente a trabajar a Manhattan. El coyote le informó que el viaje se realizaría después de la clausura de una escuela secundaria, para que se pudieran incorporar tres estudiantes en la travesía para cruzar la frontera.

A pesar de que el comisario, sus padres y sus hermanos intentaron persuadirlo para que pusiera en su pueblo el negocio de pollos –que la Procuraduría Federal del Consumidor le clausuró en Ciudad Neza–, su desesperación era tan grande que nada ni nadie lo detuvo para emprender nuevamente el viaje de La Montaña a Manhattan.

A tiempo compró su boleto en la terminal del Sur. Esperó pacientemente a que dieran las 21:20 horas para subir al autobús. En su bolsa de plástico llevaba dos kilos de frijol, su chamarra y 200 pesos para matar el hambre. Eran varias preocupaciones las que atormentaban a Bonfilio: primero, la presión familiar y comunitaria de por qué a sus 29 años todavía no pensaba en casarse. Eso le molestaba mucho y prefería no responder a la interpelación. ¿Y qué pasó con el negocio de los pollos? Era la otra interrogante que lo ponía en entredicho porque lo comparaban con otros jóvenes que ya tenían su casa, su negocio y su carro. Sentía que la gente lo percibía como un joven raro que había fracasado, por eso ya no escuchaba los sermones de su familia ni de sus cuates. Prefirió aventurarse nuevamente para cruzar la frontera y demostrarles que estaban equivocados.

Se sentó atrás del chofer y siguió ensimismado y muy nostálgico. Algo presentía, los 39 pasajeros pasaron desapercibidos, ni siquiera hizo el intento por ubicar si subía algún conocido; desde el momento en que arrancó el autobús, cerró los ojos para dormirse. Todavía alcanzó a ver de reojo el letrero que decía Tlatzala. La música de banda que ponen los conductores le sirvió como fondo para medio dormirse y olvidar sus penas. Cerca de las 10 y media de la noche sintió que el autobús se detuvo, enseguida escuchó la voz de una persona que pedía que bajaran todos los pasajeros porque harían una revisión de la unidad argumentando que estaban aplicando la Ley de Armas de Fuego y Explosivos. Sin más comentarios, los 40 pasajeros en medio de la oscuridad alcanzaban a ver la posición de ataque en que se encontraban los soldados. Como ya es costumbre, los militares abrieron los equipajes en busca de armas y de droga. Nada encontraron y esta molestia que se ha vuelto cotidiana en la región de La Montaña de Guerrero pareció no trascender.

Los pasajeros nuevamente subieron, nadie se explica por qué Bonfilio decidió sentarse en la última fila del autobús, probablemente no quería escuchar más música y prefería dormir durante todo el trayecto.

El autobús seguía varado por órdenes militares. El motivo: unas botas que calzaba otro joven indígena del pueblo na’saavi, Fausto Saavedra Valera, quien salió muy temprano de Chilixtlahuaca, municipio de Metlatónoc, con otros dos amigos rumbo a Tulcingo del Valle, Puebla, para encontrarse con el coyote el domingo por la mañana.

Cuando Fausto dio el paso para subir al autobús, un soldado que enfocó su calzado detectó que llevaba botas exclusivas del Ejército Mexicano. Ése fue el motivo para retenerlo e interrogarlo. Su situación se complicó porque su nombre no coincidía con el nombre impreso en el boleto. Para el Ejército, Fausto era un delincuente en potencia, por eso vino el interrogatorio hostil e implacable.

Fausto nunca en su vida imaginó que por calzar unas botas que un amigo le regaló sería acusado del uso indebido de uniformes oficiales y condecoraciones, que hasta el momento no sabe en qué consiste. En su boleto aparece el nombre de Celerino, quien fue la persona que se encargó de comprar los boletos de los tres migrantes. Tampoco pensó que eso lo iba a colocar como un presunto delincuente. Los militares, como ya es costumbre en este país, asumieron el papel del Ministerio Público, de la Policía Investigadora Ministerial y del juez, para determinar en ese momento su detención. El chofer les exigió que por lo menos firmaran en su bitácora que el Ejército se hacía responsable de lo que le sucediera a Fausto. Después de una agria discusión, a regañadientes uno de los militares estampó su firma en el documento de la empresa. El chofer, para mostrar su enojo, cerró la puerta y arrancó el autobús. Ante esta acción, los militares respondieron con plomo, ametrallando la unidad donde se incrustaron varios balazos.

Los testigos manifiestan que escucharon 10 detonaciones cuando la unidad se encontraba a escasos metros del crucero de Santa Cruz, donde estaban parapetados los últimos militares del retén. Los pasajeros le gritaban desesperados al chofer que acelerara la marcha para evitar una tragedia mayor. El autobús se detuvo en la parada oficial que se encuentra a la orilla de Huamuxtitlán. Hasta ese lugar llegaron tres Hummer para rodear al autobús y bajar al chofer a la fuerza. Los pasajeros, presas del terror, se percataron de que Bonfilio había sido alcanzado por uno de los proyectiles mortíferos. Yacía bañado en sangre con un gran orificio en el cuello. Murió en el instante. A los militares poco les importó esta muerte, y por el contrario, se fueron contra el conductor para responsabilizarlo de delitos contra la salud, porque supuestamente encontraron en la cajuela cinco paquetes de marihuana. Siendo la coartada adecuada para justificar la agresión, argumentando que el chofer emprendió la huida para evitar la revisión y su respectiva detención.

El sueño de Bonfilio se transformó en un charco de sangre dentro del autobús y las ilusiones de Fausto quedaron truncadas con su detención arbitraria por atreverse a calzar unas botas usadas que le regaló un amigo, para que le ayudaran en su travesía por el desierto. Son los indígenas, los más pobres del país, las víctimas de esta violencia del Estado, que impunemente ha decidido que sea el Ejército el que tome el control de las instituciones policiacas y de procuración de justicia, y que sean sus armas las que impongan la ley marcial. ¿Quién garantizará el castigo a los responsables de estos delitos? ¿Las autoridades civiles o las militares? La gente dice que la impunidad.

*Antropólogo y director del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan