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Cuidado, las elecciones no son la revolución

Cuidado, las elecciones no son la revolución

En Argentina, en las recientes elecciones parlamentarias, la derecha gana dando una paliza. La opción electoral por posiciones de derecha se sucede por doquier; en Estados Unidos la población vota por el representante más troglodita; en Europa avanzan las propuestas con sabor xenofóbico y conservador. En general, se ve que los electorados optan por partidos que no son de izquierda precisamente. ¿Por qué la derecha triunfa en las elecciones?

Así formulada, la pregunta daría a entender una honda preocupación, pues supone que es algo así como un error inesperado, una aberración. ¡La derecha no debería ganar! Ahora bien, si se profundiza un poco, lo que revela, más que nada, es ingenuidad. ¿Quién dijo que los votantes irían a votar por la izquierda? ¿Acaso la izquierda tenía garantizado el triunfo en algún lugar?

Todo ello induce a ahondar en lo que ha venido sucediendo en estas tres o cuatro últimas décadas en el mundo, en el plano político-ideológico. El avance de distintos movimientos populares contestatarios de las décadas de 1960 y 1970 (guerrillas de izquierda, avance sindical, movimientos campesinos, procesos de liberación nacional, teología de la liberación, movimientos antiguerra y anticonsumismo, poderosos movimientos estudiantiles inconformes, revolución sexual, reivindicaciones de las mujeres, etcétera) trajeron como respuesta del sistema un golpe tremendo.

En Latinoamérica, las montañas de cadáveres y los ríos de sangre –enmarcados en la Doctrina de Seguridad Nacional y el combate al comunismo internacional– signaron la época. El miedo y el silencio se adueñaron de las sociedades. Protestar (por cualquier tema, no importa cuál) pasó a convertirse en una mala palabra, algo peligroso, a desechar. De esa forma pudo declararse con ampulosidad que “la historia había terminado”, lo que marcaba el “fin de las ideologías”.

Habría que aclarar, rápidamente: de la ideología de izquierda (al menos esa era la pretensión del sistema, obviamente de derecha). Lo que se acalló –sangrientamente– fue cualquier intento de modificación, de protesta con sabor a cambio. Las sociedades, no sólo las latinoamericanas –el fenómeno es mundial–, entraron en un letargo: levantar la voz salió de la agenda y, aún más, ciertos términos como socialismo, lucha de clases, revolución, explotación. “No meterse en nada y cuidar el sacrosanto puesto de trabajo” se impuso como la consigna básica, a seguir con respeto (y temor) reverencial.

En ese contexto, acallándose las luchas –con el agravante de la caída de experiencias socialistas (Unión Soviética)–, el campo popular en su conjunto sufrió un severo retroceso. ¿Quién trabaja hoy sólo 8 horas diarias? ¿Cuánta gente trabaja con todas las prestaciones laborales de antaño? ¿Qué trabajador está sindicalizado? ¿A quién defiende hoy un sindicato?

Los avances conquistados históricamente en años de lucha se fueron perdiendo. Así las cosas, las elecciones burguesas, que en décadas atrás, eran vistas por las izquierdas como algo despreciable, pasaron a ser un nuevo campo de acción política. Las izquierdas (golpeadas, diezmadas, casi en shock), pasaron a la arena de la hasta entonces desprestigiada política parlamentaria.

Ello lleva a preguntarnos si efectivamente ese marco de ejercicio político –siempre en el ámbito del capitalismo, más feroz incluso que antaño, con las nuevas estrategias neoliberales, planes de ajuste estructural y precarización constante de las condiciones de vida de las grandes mayorías– puede permitir efectivamente una transformación real para las mayorías populares. ¿Son las elecciones un campo de cambio profundo?

La experiencia demuestra fehacientemente que no. El camino de la democracia (burguesa) al socialismo (el caso de Chile con Salvador Allende es el más emblemático) muestra los límites. Los cambios revolucionarios no van de la mano de las elecciones llamadas democráticas. El poder (la clase dominante) se resiste a cambiar pacíficamente.

Nunca en la historia un cambio económico-político-social efectivo pudo hacerse sin violencia. “La violencia es la partera de la historia”, enseñaba Marx con un hálito hegeliano, y sin duda no se equivocaba. La actual clase dirigente, los capitalistas, se hacen del poder cortándoles sangrientamente la cabeza a los reyes. La democracia que se desprende de ese hecho inaugural del mundo moderno no es más que “una ficción estadística”, como dijera Jorge Luis Borges. Sigue mandando el poder económico, sostenido (sangrientamente cuando es necesario) por las bayonetas.

¿Por qué reivindicar hoy ese tipo de elecciones desde la izquierda? Porque el campo de acción se ha reducido tanto que es lo poco en lo que se puede mover. O, al menos, golpeada y restringida como ha estado estos años, es el único espacio que le ha ido quedando dentro de los límites que le impone el sistema. Y, ante tanta desesperanza, el hecho de llegar a la casa de gobierno se puede sentir ya como un triunfo (aclarando rápida y enfáticamente que la silla presidencial es apenas un pequeño, muy pequeño eslabón en la real cadena de mando del sistema).

Pero ¡cuidado, las elecciones están muy lejos de ser una revolución! Si podemos contentarnos con el triunfo en las urnas de una propuesta progresista (lo que ha estado sucediendo estos últimos años en Latinoamérica, propuesta que sin dudas debemos apoyar con toda la fuerza, porque al menos son una espina para el sistema –Chávez en Venezuela, Morales en Bolivia, Correa en Ecuador, Bachelet en Chile, los Kirchner en Argentina, el Partido de los Trabajadores en Brasil, Mujica en Uruguay, Ortega en Nicaragua) ello muestra, ante todo, la debacle real de una propuesta de cambio radical.

“No se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva”, sostenía Marx en su programa político. Reformar el capitalismo, darle un rostro humano, redistribuir un poco más equitativamente la riqueza sin tocar los resortes de fondo, es lo que ha venido pasando con los proyectos políticos populares en estos años.

Es “políticamente correcto” apoyarlos; una obligación ética auparlos para quienes siguen pensando en otro mundo más justo, más equitativo. Pero no hay que olvidar que no son proyectos que cuestionen el sistema capitalista en su raíz: “capitalismo serio”, por ejemplo, dijo la ex presidenta argentina; economía mixta, capitalismo nacional… En otros términos: una izquierda “domesticada”, acorde con los tiempos que corren, con saco y corbata (versión masculina) o tacones y bien maquillada (versión femenina). ¿El poder popular es ir a elecciones? ¿Así se puede construye un auténtico cambio revolucionario?

Sin lugar a duda, se trata de proyectos importantes, avances en relación con las peores y más anti-populares recetas neoliberales impuestas años atrás. Por eso las poblaciones los eligen en elecciones libres cuando se va a procesos electorales, pero son procesos que, en realidad, no transforman nada sustancialmente. Y, por eso mismo, pueden sucumbir.

Los proyectos de capitalismo nacional y antiimperialista con talante popular que marcaron varias experiencias latinoamericanas en el siglo XX (el peronismo en Argentina, Vargas en Brasil, Torrijos en Panamá, Velazco Alvarado en Perú, la Primavera Democrática en Guatemala) dejaron algunas marcas y buenos recuerdos, pero no lograron transformaciones de raíz en sus sociedades.

La población vota siguiendo cada vez más las técnicas de mercadeo que les imponen los partidos políticos (siempre de derecha). Esos partidos son los gestores del sistema, sus buenos administradores bien presentados, y nada más, ¡absolutamente nada más! Con buenas campañas de marketing imponen candidatos, más como actores de película que como estadistas.

En tanto, la izquierda, con propuestas que no pueden rebasar los límites del sistema capitalista (véase el caso de la guerrilla salvadoreña convertida en partido político formal, o lo que les espera a las fuerzas guerrilleras en Colombia, o lo que le sucede hoy al Frente Sandinista en Nicaragua, o la misma Revolución Bolivariana, más allá de las pasiones que puedan despertar como fuente de esperanza –con un camino al socialismo que nunca se termina de recorrer– poco o nada puede hacer en esta competencia con la derecha.

Aun cuando gane las elecciones porque, repitámoslo: la revolución es más que ocupar la casa de gobierno, es el genuino poder popular, la democracia de base.

Las poblaciones están monumentalmente manipuladas para desinteresarse de lo político. “La democracia es un sistema donde se le hace creer a la gente que decide algo en los asuntos de su incumbencia sin que, en realidad, decida nada”, dijo Paul Valéry. La democracia formal y su parafernalia electoral no pasa de ser un espectáculo mediático cada vez mejor montado, pero no más que eso. De ahí al auténtico poder popular, dista bastante.

Las elecciones no tienen nada que ver con la transformación real de una sociedad, aunque hoy día la prédica del sistema nos haya casi obligado a “disciplinarnos” y entrar en ese juego de los tacones y el maquillaje o el saco y la corbata.

Ahora bien: el triunfo de una propuesta claramente de derecha, neoliberal a ultranza como la reciente de Mauricio Macri, puede hacer pensar que el electorado involuciona. Pero, ¿acaso se puede esperar algo realmente distinto de este sistema electoral? ¿Puede haber cambios profundos y sostenibles, verídicos, en medio de este marco “democrático”? ¿O habrá que pensar en democracias directas, de base, populares, sin representantes bien vestidos y con guardaespaldas?

Marcelo Colussi*/Prensa Latina

*Catedrático universitario, politólogo y articulista argentino

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