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Corrupción y terror

Corrupción y terror

Decía Dostoievski que no hay nada más fácil que condenar al malhechor, pero nada más difícil que comprenderlo. Y en pocas ocasiones esta afirmación resulta más acertada que en el caso del terrorismo yihadista. A las elites culturales occidentales nos consuela pensar que el motor del terror son la pobreza y la falta de educación. Nos hemos hartado de oír sobre cómo combatir las causas “socioeconómicas de fondo” del terrorismo. Sin embargo, los estudios que han investigado la relación entre pobreza y (poca) educación con terrorismo no ofrecen resultados concluyentes.

Víctor Lapuente Giné*/Centro de Colaboraciones Solidarias

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Los terroristas no suelen ser más pobres ni tener menos estudios que los ciudadanos de su entorno. A veces, es al contrario: son menos pobres y están más educados. Sin duda, la pobreza y la incultura no ayudan a la moderación. Sin duda, hay que combatirlas por motivos humanitarios. Pero no son causa necesaria ni suficiente de la radicalización extremista.

Tiene que haber algo más. Ésa es la teoría de Sarah Chayes, autora de Thieves of State: why corruption threatens global security (Ladrones de Estado: por qué la corrupción amenaza la seguridad global). A través de sus conocimientos históricos y de su experiencia en Afganistán y en otros focos de radicalización, de su contacto directo con ciudadanos y empleados públicos a todos los niveles, Chayes capta lo que se le escapa al complejo militar-intelectual encargado de la lucha antiterrorista: cómo se transmite el veneno extremista.

La corrupción como mal menor ha sido una actitud tradicionalmente compartida en determinados círculos de poder y sostenida por reputados teóricos. Para Samuel Huntington, por ejemplo, la corrupción podía ser un “lubricante” que facilitara la modernización de una sociedad en transición.

Chayes narra cómo funciona ese lubricante en la realidad. Ofrece detalles sobre cómo funcionaba el gobierno de Karzai en Afganistán, donde no sólo millones de dólares destinados a la reconstrucción del país acabaron en los bolsillos de unos cuantos amigos, sino que el aparato estatal acabó reproduciendo los esquemas de una organización criminal verticalmente integrada. Chayes narra las semejanzas de Afganistán con otras “cleptocracias” también aceptadas, o apuntaladas, durante décadas, por la comunidad internacional, como Egipto, Túnez, Uzbekistán o Nigeria. En todas estas sociedades se reprodujo una fractura entre un grupo reducido de ciudadanos de primera, con acceso a todo tipo de privilegios, licencias y prebendas, y una mayoría que se sentían ciudadanos de segunda.

El gobierno estadunidense sabía que gran parte del inmenso dinero invertido en Afganistán se desviaba para beneficio privado de unos pocos, pero aplicaba la lógica del economista académico: damos 100 millones y, aunque 80 se pierdan en corruptelas varias, los 20 restantes llegarán a la comunidad local en forma de, por ejemplo, pozo de agua, escuela u hospital. Si la población es fríamente racional, preferirán esas infraestructuras a nada. Con lo que acabarán agradeciendo y colaborando con las fuerzas ocupantes y el proceso de democratización del país. Pero, en realidad, ni los afganos ni nadie somos fríamente racionales.

Diversos experimentos muestran que los humanos somos como los monos capuchinos que rechazan un trozo de pepino si su compañero recibe un grano de uva por hacer la misma tarea. Tiramos las migajas que nos dan si percibimos que otros, sin un motivo justo, se apropian de la barra de pan.

Su experiencia de la vida cotidiana afgana le indica a Chayes que lo que fomenta el extremismo es la impotencia que sienten muchos afganos ante un gobierno corrupto, parcial e injusto. No es la pobreza per se, sino ver a los hijos de las familias influyentes paseándose en lujosos automóviles todoterreno lo que indigna a los afganos. Y ahí es donde entran los extremistas religiosos, que ofrecen pureza espiritual como contrapunto a una sociedad sucia. Orden eterno frente a un mundo injusto.

Chayes cita un estudio en el que se interrogó a prisioneros talibanes sobre las causas que los llevaron al extremismo. Las motivaciones étnicas o religiosas, incluyendo la falta de respeto al Islam, o políticas como la ocupación estadunidense desempeñaban un papel secundario. El principal motivo para muchos talibanes era la percepción de que el gobierno afgano era corrupto.

Un sentimiento paralelo puede estar impulsando a muchos jóvenes a combatir por el Estado Islámico, de Siria a las calles de París. No, los jóvenes de las banlieues no se enfrentan a un Estado corrupto en Francia y quizás tienen más oportunidades objetivas para progresar socialmente que los jóvenes de otros muchos países. Pero, en términos relativos (que son los que nos motivan a los primates), se sienten ciudadanos de segunda.

Es esa percepción de injusticia, de discriminación, la que alienta la búsqueda de una pureza espiritual. De una justicia divina. Y del infierno terrenal que tan frecuentemente se deriva de ella.

Víctor Lapuente Giné*/Centro de Colaboraciones Solidarias

*Profesor de ciencias políticas de la Universidad de Gotemburgo

[BLOQUE: OPINIÓN][SECCIÓN: ARTÍCULO]

Contralínea 471 / del 18 al 24 de Enero de 2016

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