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La “contrarreforma” agraria y la pérdida de la soberanía

La “contrarreforma” agraria y la pérdida de la soberanía

La divisa de la política agraria es la extinción del campesino. Acorralado desde hace décadas, ahora se le dice que no tiene salvación. En el adiós al actor que protagonizó la Revolución Mexicana también se empeña la soberanía alimentaria que, aunque se trate de un asunto de seguridad nacional, los gobiernos entregan a las trasnacionales. Aún por verse si el fin del ejido y la propiedad colectiva sólo generará más parias o provocará un movimiento organizado

 

Podemos entonces decir, al observar cómo la “revolución mexicana” sepulta su credo “agrarista”: “¡Que los muertos entierren a sus propios muertos!”

José Luis Calva

Los saldos de la contrarreforma agropecuaria iniciada por Miguel de la Madrid, con sus cambios y adiciones a la Ley Federal de Reforma Agraria del 29 de diciembre de 1983, y llevada hasta sus últimas consecuencias por la “modernización” salinista, coronada con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, son impecables e implacables. La pérdida económico-estructural de la autosuficiencia y la soberanía alimentaria, y la creciente dependencia de la seguridad nacional de un veleidoso mercado internacional de alimentos, sometido a la ley de la piratería, al legendario “dejar hacer, dejar pasar” de las cosarias corporaciones y la esquizofrenia especulativa de los bucaneros financieros de los mercados de futuros de materias primas son algunas de las secuelas más elocuentes de la estrategia rural neoliberal de tierra arrasada.

La vieja utopía de la autosuficiencia, la seguridad nacional y la soberanía alimentaria del Estado nacionalista, basada en la producción interna, devino en un “mito genial”, para usar la expresión del Chicago Boy Pedro Aspe (maestro, jefe y consejero de Luis Videgaray, de quien, por cierto, se dice que su desmesurada arrogancia, en contraste con su artificiosa humildad mostrada ante los reflectores circenses mediáticos, y su anticipada ambición principesca, lo orilló a cometer el temprano e insolente parricidio político en contra de su mentor).

El sueño parido por la Revolución Mexicana y el reparto agrario, subordinado al modelo de industrialización y sometido al corporativismo estatal, había entrado en crisis en la década de 1970. Sus últimas esperanzas y sus ruinas fueron arrasadas definitivamente por el cambio radical en las estructuras y las técnicas de producción agropecuaria y en las relaciones sociales rurales inducido deliberadamente por los neoliberales. La orientación de este sector de la economía hacia la actividad empresarial, agroexportadora, integrada y sometida al mercado mundial y al nuevo régimen mundial de alimentos, de efectos dispares entre los productores, ha agudizado y generado nuevas formas de desigualdad socioeconómica.

Esta forma de “modernización” ha beneficiado básicamente a una minoría de productores: los agricultores capitalistas, las corporaciones trasnacionales agrícolas y agroindustriales, las grandes empresas comercializadoras, agregados al sistema internacional de alimentos y los requerimientos de los países, que han modificado las formas de producción, procesamiento y mercadeo del sector agrícola y del consumo; que disponen de la tecnología (productiva, la biotecnología, la ingeniería genética, en almacenaje, procesamiento, transporte, organización industrial, comunicaciones), el capital, el crédito y el beneficio de las políticas públicas (subsidios, impuestos, uso del agua, tolerancia a la contaminación y destrucción ambiental); que han impulsado la agroexportación, como la soya o el sorgo, de productos industriales (café, caña de azúcar), hortícolas y frutícolas, sin abandonar los granos básicos como el maíz; que han impuesto el poder de la agroindustria sobre los demás agricultores y los campesinos.

Del otro lado quedan los excluidos de siempre. Los campesinos tradicionales,  dedicados a la producción de los principales cultivos alimentarios; a la cosecha declinante de productos básicos, cuya participación en del consumo nacional aparente (producción interna, más importaciones, menos exportaciones) se reduce sensiblemente debido a su precariedad social y la de sus procesos productivos, la reducción del área de producción y el ingreso masivo de los productos foráneos.

El resultado ha sido el aumento en la dependencia de las importaciones de alimentos de los países desarrollados, sobre todo estadunidenses, y la pérdida de la seguridad y la soberanía alimentaria.

De acuerdo con las cifras oficiales, de 1985 y 2012, la producción interna de los cuatro principales granos básicos y las cuatro oleaginosas más importantes pasó de 30 millones de toneladas a 35 millones, aumentó en 17.3 por ciento. Su tasa media anual de crecimiento fue de 0.8 por ciento. En 2008, la producción había sido de 37.9 millones, por lo que su nivel de 2012 fue 5.9 por ciento menor.

Entre 1985 y 2012, el consumo nacional aparente, sin considerar a las exportaciones, subió de 38.7 millones a 59.4 millones, en 53.3 por ciento. Su ritmo medio de expansión fue de 2.2 por ciento. Por persona, el consumo creció anualmente en 0.8 por ciento, de 374 kilogramos a 435.

La brecha entre la producción nacional y el consumo se ha ampliado en el tiempo. En 1985 la primera aportó el 79 por ciento del segundo, y en 2012 el 68 por ciento. La diferencia fue compensada con las crecientes importaciones.

Entre 1985 y 2012, la producción de granos básicos (maíz grano, frijol, arroz y trigo) pasó de 21 millones a 27 millones de toneladas, 29 por ciento más. Su tasa media de crecimiento fue de 1.3 por ciento. El consumo, en cambio, se elevó de 25 millones a 44 millones, en 75.6 por ciento más, y su ritmo promedio anual fue de 2.9 por ciento, el doble de la tasa de producción. El consumo por persona creció 2.7 por ciento cada año y pasó de 328 a 382 kilogramos. En 2009, la producción fue de 30 millones, por lo que en 2012 muestra una declinación de 10 por ciento. La aportación de tales granos en el consumo nacional cayó de 84 a 61 por ciento.

El deterioro de la producción de las oleaginosas (ajonjolí, cártamo, algodón hueso y soya) es aún más agudo. El consumo nacional y por persona creció a un ritmo anual de 2.7 y 0.7 por ciento, en cada caso. Ambos aumentaron 72 y 14 por ciento, de 3 millones a 5.2 millones de toneladas, y de 3.9 a 4.5 kilos. En contraste, la producción se desplomó de 2.3 millones de toneladas a 1.2 millones; cayó en 46 por ciento, a una tasa anual de 3 por ciento. Lógicamente, su participación relativa en el consumo nacional se redujo, de 76 por ciento del total a 24.

Aunque de manera menos aguda, la historia anterior se repite en los casos de la producción de carne en canal (bovina, porcina y aves) y la leche bovina. Luego de cubrir prácticamente la totalidad del consumo nacional, como también fue el caso del maíz, en 2012 contribuyen con el 81 y 84 por ciento, respectivamente.

El espacio perdido por la producción tradicional de bienes agropecuarios es ocupado por los llamados bienes comerciales y de exportación, destinados principalmente hacia el mercado estadunidense. Los más importantes son, en ese orden, tomate y hortalizas frescas o refrigeradas, aguacate, café, azúcar y, en menor medida, carnes bovina y porcina, pescados y mariscos.

El cúmulo de dificultades que enfrentan los productores tradicionales se refleja en la superficie sembrada de los 10 principales granos y oleaginosas, la cual se redujo de 15.5 millones de hectáreas a 12.9 millones entre 1985 y 2012, es decir, en un 17 por ciento. La cosechada respecto a la sembrada cayó de 90 a 78 por ciento, es decir, de alrededor de 14 millones a 10 millones de hectáreas. La extensión destinada a la actividad agrícola equivale al 15 por ciento de la superficie total del país. El resto corresponde a la pecuaria (58 por ciento) y la forestal (23 por ciento).

La creciente dependencia de las compras externas se manifiesta con mayor nitidez si se consideran individualmente los productos más importantes para la dieta de los mexicanos. Medido por volumen, entre 1985 y 2012 las importaciones de arroz (limpio, con cáscara y descascarillado, semiblanqueado y partido, convertidos a palay) pasaron a representar del 51 al 83 por ciento del total del consumo nacional aparente del grano. Las de trigo, de 28 a 64 por ciento. Las de carne porcina, de 17 a 41 por ciento. Las de maíz, de la autosuficiencia ahora se importa el 29 por ciento. La del frijol, de 2 a 18 por ciento. Las de carne y leche bovina, de 4 a 12 por ciento y de 15 a 17 por ciento. La carne de ave, de 8 a 16 por ciento. En el caso de la soya equivale hasta el 93 por ciento.

Como es natural, la combinación entre la declinante producción nacional agropecuaria y las ascendentes importaciones masivas tiene efectos negativos sobre el balance comercial agropecuario y agroindustrial.

La lógica del modelo era estimular las exportaciones agropecuarias, proceso que se aceleraría con el Tratado de Libre Comercio. Y lo lograron con el desplazamiento de productores del sector tradicional al comercial; o el desplazamiento de parte de la producción destinada al mercado interno hacia el exterior, como es el caso del arroz, cuyas ventas externas representaron el 2.5 por ciento de la producción en 2012, o del trigo, que fue equivalente hasta del 22 por ciento.

Las ventas externas aumentan de manera nada despreciable. Las agropecuarias lo hacen en 298 por ciento entre 1993 y 2013, al pasar de 2.8 mil millones de dólares a alrededor de 11.1 mil millones; y las agroindustriales en 970 por ciento, al aumentar de 1.2 mil millones a 13 mil millones. Pero las importaciones lo hacen a un mayor ritmo y eliminan el esfuerzo exportador.

Pese al sacrificio al que fue sometido durante el modelo cerrado de industrialización, como abastecedor de alimentos y materias primas baratas que provocaron su descapitalización, al abandono estatal de los hijos predilectos del régimen, como los calificara Arturo Warman, la estanflación de la década de 1980, las políticas ortodoxas de estabilización, las reformas estructurales neoliberales que precipitaron la profunda crisis estructural en la que vegeta desde 1970 el sector agropecuario, fue un aportador neto de divisas hasta 1994, año en que se inicia el Tratado de Libre Comercio. A partir de ese momento, el comercio exterior agropecuario pierde su capacidad superavitaria, para financiar sus propias importaciones y generar divisas adicionales para compensar el déficit comercial de la economía. Adopta un saldo negativo crónico, creciente, estructural. Se agrega como otro elemento más que gravita onerosamente sobre el desequilibrio externo y las necesidades de financiamiento internacional.

En 1993, la balanza agropecuaria arrojó su último saldo positivo por 63 millones de dólares. Al año siguiente éste se tornó negativo en 428 millones, y en 2012 se elevó a 2.3 mil millones. El balance de alimentos pasó de un déficit de 1.9 mil millones en 1994 a otro de 2.2 mil millones en 2012. El agroalimentario de 1.8 mil millones a 4.5 mil millones. Por su parte, la balanza agroindustrial, que excluye a los alimentos (bebidas y tabaco, productos textiles y del cuero, y productos químicos y otras manufacturas relacionadas), elevó su déficit de 193 millones a 437 millones.

De manera agregada, la balanza agroalimentaria e industrial amplió su déficit de 2.9 mil millones de dólares a 5 mil millones entre 1994 y 2012.

La creciente dependencia externa de esa clase de productos no es un fenómeno accidental. Tampoco el desplazamiento de los productores locales, ni la sustitución de la producción interna tradicional por los cultivos comerciales, la ganadería y la silvicultura de exportación, o por la competencia externa. Esa situación estaba prevista y deseada por quienes instrumentaron el ajuste estructural agropecuario.

Es parte del costo esperado por los neoliberales al impulsar la conversión de la actividad agropecuaria de la producción tradicional, considerada atrasada, premoderna, a otra empresarial, basada en las “ventajas comparativas”, calificada como “moderna”. Esta última recibirá todo el apoyo estatal para su reestructuración productiva y tecnológica.

Las reformas y adiciones a la Ley Federal de la Reforma Agraria de diciembre de 1983, calificada por el economista José Luis Calva como la “reforma más anticampesina que la reforma alemanista del Artículo 27 constitucional [que en] 1946 concedió el derecho de amparo a los latifundistas que contaran con certificado de inafectabilidad”, pues Miguel de la Madrid extendió “el beneficio de los certificados a [todos] los latifundistas, [los cuales] tendrán ahora derecho generalizado al amparo, [hecho que] significa la cancelación del reparto de las tierras excedentes de los latifundios” (“En el lecho de muerte de la Reforma Agraria”, Momento Económico, 1984), y el cambio salinista al Artículo 27 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en 1992, no sólo terminan legalmente con el ciclo agrario posrevolucionario, después estimulado por el reformismo rural latinoamericano de la Alianza para el Progreso, de la década de 1960, la respuesta de John F Kennedy al terrible fantasma agitado por la Revolución Cubana, con el cual se busca atemperar el descontento del campesinado y desactivar los eventuales cambios radicales.

También buscan acabar con la explotación comunal de los ejidos y las comunidades agrarias y la concesión de títulos de propiedad de la tierra a sus poseedores; dar certeza jurídica a la asociación entre éstos y el capital privado; y crear el mercado de la tierra del sector social para su subsecuente venta a los grandes capitalistas, estimuladas por el cambio a la Ley de Inversión Extranjera Directa y el Tratado de Libre Comercio.

 “Técnicamente”, lo anterior es pomposamente calificado por los economistas como la “movilidad de los factores de la producción”.

El salinista Plan Nacional de Modernización del Campo elimina las regulaciones a la producción y la comercialización (precios de garantía, organismos públicos que lo administran), la intervención estatal y las barreras proteccionistas que empiezan a ser desmanteladas en 1985 (Luis Téllez, La modernización del sector agropecuario y forestal. Una visión de la modernización en México, Fondo de Cultura Económica, México, 1994). Hasta ese momento, los permisos previos a las importaciones agropecuarias y de alimentos, así como el arancel promedio ponderado aplicado a las mismas, protegían completamente aquellos sectores. Pero al iniciarse el Tratado, el arancel ya había caído a 8 y 16 por ciento. En 2013 son de 0.2 y 1.2 por ciento. Es decir, el mercado está completamente abierto. La rápida, unilateral y sin reciprocidad apertura comercial, tenía por objeto forzar la eficiencia y la productividad rural a través de la competencia internacional, y promover las “ventajas comparativas” del sector para participar en el mercado global de alimentos.

Con el ajuste estructural se pensaba abrir el camino a la “modernización” agropecuaria y agroindustrial. Adicionalmente, la apertura comercial y la sobrevaluación cambiaria aspiraban a reducir las cotizaciones de esos bienes producidos localmente, y la inflación general (Ley de Precio Único: precios internos iguales a los externos, más la tasa de devaluación), abatir los costos de los bienes rurales utilizados como insumos y asegurar el abastecimiento del consumo nacional con las importaciones supuestamente más baratas.

Ello implicó abandonar viejos conceptos que chocan con la lógica del mercado:

1) La soberanía alimentaria: el derecho de la sociedad al acceso de alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma sostenible y ecológica; a definir sus propias políticas agroalimentarias y la gestión de los recursos hídricos, semillas y biodiversidad, como parte del derecho a la alimentación. A contrapelo de la producción capitalista, el control ejercido por unas cuantas empresas, la dinámica especulativa de precios y cantidades, y el empleo de los alimentos como instrumento de presión y dominación económica y política.

2) La seguridad nacional alimentaria: la garantía de la población para disponer de alimentos en cantidad y calidad suficientes, a precios accesibles y estables y sin riesgos para su salud, asociadas a los pesticidas, transgénicos u otros productos químicos. La Unión Europea emplea el término Food security para referirse a la inocuidad de los alimentos. La Organización Mundial de la Salud habla de Food safety.

3) La autosuficiencia alimentaria: el esfuerzo nacional para satisfacer las necesidades alimentarias de la población a través de la producción local.

Los neoliberales también esperaban que el mercado se encargara de “disciplinar” a los productores: se vuelven competitivos o se dedican a otro negocio, como dijera el cínico Chicago Boy salinista Luis Téllez. “Por desgracia –agregó Téllez en 1992– no hay de muchas sopas. Debemos aumentar la productividad y los proyectos rentables. No hay mucho para donde hacerse”. (www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=447083). El mercado eliminará a los ineficientes e incapaces de reciclarse. Y los neoliberales le ayudarían al “mercado”, eliminándoles los apoyos que, según otro Chicago Boy, Santiago Levy, los habían convertido en “parásitos de los subsidios públicos”.

La recomposición sectorial implicaría la desarticulación del orden anterior y la ruina de al menos 4 millones de productores tradicionales.

La autosuficiencia se transformó en la subordinación de la producción externa de alimentos. La soberanía en la dependencia de las importaciones provenientes de Estados Unidos, país que proporciona poco menos del 77 por ciento de las compras externas de esos bienes. La seguridad nacional descansa en los intereses de esa nación a las corporaciones.

Los consumidores, la inflación interna y las cuentas externas se beneficiaron temporalmente de la baja de los precios de los alimentos importados registrados en la primera mitad de la primera década de este siglo. Pero después han resentido el alza especulativa de las cotizaciones. Los más afectados son el 45 por ciento de la población urbana y el 61 por ciento de la rural, cuyos ingresos son inferiores a la llamada línea de pobreza nacional.

La situación actual del sector rural es el ejemplo paradigmático de la “modernización” neoliberal salvajemente excluyente.

*Economista

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 Fuente: Contralínea 364 / 08 diciembre de 2013