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¿Es posible la readaptación de los presos?

¿Es posible la readaptación de los presos?

Acaso un “no” categórico sería la respuesta inspirada por ese escepticismo crónico que impera con respecto de los asuntos públicos: sano mecanismo de defensa colectivo. Y, sin embargo, la resocialización del que purga una pena es la actual filosofía implícita en todo régimen carcelario; al menos desde que, en la modernidad dieciochesca, se sustituyó el suplicio por una disciplina rehabilitadora en los penales europeos, al no obedecer, desde luego, a una nueva sensibilidad, sino a otra biopolítica, más extendida y con mayor penetración en el tejido social, constituyéndose así el archipiélago carcelario en modelo exportable al resto de la sociedad cada vez más vigilada (véase, si no, el gran show de Big Brother-Barack Obama) y sometida a poderes normalizadores, es decir estandarizadores: la prisión ya no tanto como la caja de resonancia, sino el invisible esqueleto de las naciones, su eje determinante, su estructura condicionante (implantada).

Así pues, se supone entonces que el cautiverio posibilita (no garantiza) una favorable transformación del reo, modificando su persona para ser reutilizable por la sociedad, al volver una medida penal un acto de penitencia, una operación penitenciaria. “La enmienda del condenado como fin principal de la pena es un principio sagrado”, se declaraba ya desde uno de los primeros congresos penitenciarios en Europa, llevado a cabo en Bruselas, Bélgica, en 1847. Una vez cumplida ésta debe cesar la expiación, pues si no se “hace inútil la detención, inhumana para el enmendado y vanamente onerosa para el Estado”, nos refiere Foucault en ese clásico vigesémico sobre el tema que es Vigilar y castigar.

Según esto aceptar que no es posible la readaptación en virtud de una rectificación moral como antaño se pretendía o por mediación de un tratamiento correctivo y/o terapéutico según el modelo vigente, implicaría tal vez admitir el total fracaso no sólo de los programas destinados a lograr tal fin sino del sistema penitenciario entero, de su razón de ser, y se mancharía de paso la inmaculada idea de la perfectibilidad humana: el honor de la especie comprometido, nada menos. Aunque resulta cuando menos ingenuo no suponer que habrá siempre esos a quienes ha pervertido irremediablemente el ejemplo de sus líderes y gobernantes, al considerar en consecuencia los peores crímenes, nos dice Tolstoi en su célebre No puedo callarme, “como los actos más naturales y corrientes”, al ser “más terrible el daño moral, espiritual, invisible que producen […]. Son vuestros discípulos [aún más], son vuestros hijos; vuestra consecuencia”.

Existe, empero, un tercer modelo que sólo pretende la reinserción social, no se propone el tan ambicioso fin de transformar la personalidad a una más adaptativa (¿a la sicopatología campeante?, ¿a los esquizofrenizantes dobles mensajes políticos y mediáticos?, ¿al hipercompetitivo, avaricioso y egocéntrico estilo neoliberal?); de hecho, se supone que es en el que se sustenta nuestro sistema jurídico, “derecho penal de acto”, contrario al “derecho penal de autor”. Esto es: ése donde se presume un trastorno de la personalidad del que delinque, sometiéndosele por lo tanto a un tratamiento que lo reeduque, cure y “normalice”, mientras que en aquél no se le concibe como persona “desadaptada, desviada o enferma”, por lo que “el derecho penal del acto no justifica la imposición de la pena en una idea rehabilitadora, ni busca el arrepentimiento del infractor, lo asume como un sujeto de derecho y, en esa medida, presupone que puede y debe de hacerse responsable por sus actos”, establece la tesis aislada (constitucional) 160 693 de la Primera Sala, publicada en el Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta en noviembre de 2011, nada menos.

En este paradigma se sustituye el principio de peligrosidad (basado en el perfil de personalidad) por el de culpabilidad (fundamentado exclusivamente en la sanción por haber transgredido una norma penal), con lo cual es jurídicamente incompatible su coexistencia en los hechos; así en la Ley de Ejecución de Sanciones Penales vigente, donde se pretende modificar la persona a través de técnicas y procedimientos (“tratamiento técnico progresivo” le llaman) cuyo fundamento, sin embargo, no es un diagnóstico sino una sentencia, cambio conductual que no forma parte del fallo por el que alguien es sentenciado.

Así pues, si como establece la tesis citada, “nuestro orden jurídico se decanta por el paradigma conocido como ‘derecho penal del acto’ y [que] rechaza su opuesto, ‘el derecho penal del autor’”, entonces se hace obsoleto el término “readaptación”, vinculado a la idea de peligrosidad, y se instaura el de “reinserción social”, donde la finalidad del sistema punitivo es meramente el retorno del sancionado a la vida en libertad, y donde el papel de la autoridad penitenciaria es el de facilitar los medios –educación, trabajo, salud, deporte– por los cuales puede retornar a la sociedad. Medios que constituyen derechos humanos fundamentales antes que imposiciones signadas por la obligatoriedad; de este modo la institución respetaría todos los derechos que no fueron conculcados por la sentencia, al limitarse a garantizar los servicios especializados en lo educativo, laboral, médico y deportivo que faciliten la reinserción.

Mas regresando del amable mundo de las utopías, de las casi platónicas idealidades in jure, es factible plantear que incluso con las reglas del juego del sistema actual (y al tratar de ser lo suficientemente dialéctico como para no rechazar del todo el modelo anterior, rescatándose al menos la singular idea de la mejoría de la persona) es posible diseñar un panorama de optimización de los medios con que se cuenta dentro de las ciudades prohibidas y amuralladas. Así, por ejemplo, en la educación tendría que enfatizarse no únicamente el aspecto meramente instructivo, sino sobre todo el formativo; no nada más lo cognitivo, sino crucial, lo emotivo-motivacional, pues sólo así puede apostarse por un cambio relativamente profundo en el interno. Mi vivencia propia es que los talleres de lectura (preferentemente de obras clásicas literarias, que manejan con pericia temas universales y situaciones arquetípicas) activan resortes recónditos que suelen mover al cambio favorable; mas la lectura por sí misma, individual, es capaz de suscitar el mismo resultado. De hecho, narrar las vicisitudes por las que atravesé al fundar un Libro Club hace 11 años, aquí en el Reclusorio Sur, con sus respectivas anécdotas llamativas, me significó el Premio de Fomento a la Lectura México Lee 2011.

Pero también un escritor como nuestro laureado Élmer Mendoza ha testimoniado parecidos resultados en otras prisiones. Así sea como agente externo pues, afirma no sin certeza que la “lectura de novelas, cuentos y poemas tiene gran fuerza para ayudar a rehabilitar”. En viejas entrevistas hechas a Elena Poniatowska, Álvaro Mutis [recién fallecido] se refirió al poder consolador de la literatura en chirona, y en la más reciente (el 1 de septiembre) aseguró que “todo lo que sucede en la cárcel es verdad absoluta, ahí no tienes lugar especial […] ni por tu condición de escritor; pierdes todos tus privilegios, y eso es muy sano”, destacando la valiosa enseñanza de que “lo único que [ahí] puede regir la conducta es una ley de origen divino, que trasciende la condición religiosa”.

Y es justamente a este par de factores que yo debo en buena medida el ser, lo digo incómodo pero sin el sonrojo de la modestia fingida, con plena convicción, una mejor persona que la que entró hace 17 años y medio (véase, para mayores referencias, el artículo de Contralínea 348 , páginas 14 y 15, “Nuevo golpe a los derechos del literato Enrique Aranda”); la experiencia poética, dada por el ejercicio de la literatura y la experiencia de trascendencia, por mediación del yoga. Gracias al invencible empeño de la maestra Arjan y su equipo de maestras y maestros del Sikh Center y a haber concretado el diplomado para formar maestros en Kundalini Yoga (con más de 1 año de duración), me ha sido posible catalizar y consolidar casi 1 lustro de práctica, teniendo la más que significativa experiencia de desapego a lo terrenal ilusorio y viviendo la elevación del ser, el vibrar armónicamente con el instrumento musical que es el cuerpo, irradiando luz, cual una vela, a medida que se va consumiendo el ego, o siendo como un loto, que en medio del pantano se yergue airoso, desplegando el colorido de sus pétalos… La milenaria disciplina yóguica tiene el poder de cambiar actitudes, valores, objetivos vitales, así como la cosmovisión entera de una persona; constato su eficacia con mis alumnos y compañeros del diplomado; su viable y prometedora instrumentación en las cárceles merece más líneas que las que aquí le puedo dedicar al tema, relegando a leyenda urbana la presunta imposibilidad de la resocialización eficaz.

Poesía y yoga constituyen para mí ese tesoro del inframundo del que hablan las mitologías, la verdadera libertad de todo tipo de cautiverio interior, la experiencia extática; un auténtico proceso de regeneración es plausible en este asilo de ausencias que es el presidio para quien se empeñe en ello. Por esto y por no haber desperdiciado un solo día de los demasiados que he pasado en reclusión (en otros países, como los nórdicos, estas sentencias serían una barbaridad) me ha parecido draconiana la negación de mi solicitud de remisión parcial de la pena, esperanzado ahora en el mayor oficio y profesionalidad del tribunal colegiado.

La cárcel, recinto de trampas y castigos, puede ser, pese a todo, una bendición. Yo también, como en el verso de Borges de su soneto Cervantes, le agradezco a los hados propicios, pues he escrito en ella siete libros, aún inéditos; un sinfín de miembros de esa secta peculiar de los escritores han pasado por ella como por una asignatura obligada. Uno de ellos, el Premio Nobel húngaro Imre Kertézs (que también tuvo lo suyo de horas-días-años de celda) proponía un ideal aún alcanzable: “en ninguna otra circunstancia importa tanto llevar una vida ordenada, ejemplar y hasta virtuosa como estando preso”.

*Escritor y poeta; maestro en literatura mexicana y en sicología clínica; considerado preso político por el Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria, OP, AC, y Amnistía Internacional, entre otros organismos defensores de derechos humanos nacionales e internacionales

 

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 Contralínea 354 / lunes 30 de septiembre / domingo 6 de octubre de 2013