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La CIA, el 11 de septiembre, Afganistán y Asia Central

La CIA, el 11 de septiembre, Afganistán y Asia Central

La actuación premeditada de una facción del complejo militar-industrial estadunidense habría hecho posibles los atentados del 11 de septiembre de 2001. Las evidencias, a pesar del cerco mediático, salen a la luz

 
Peter Dale Scott/Red Voltaire/Primera parte
 
El 11 de septiembre de 2001, en las horas que siguieron a los mortíferos ataques perpetrados aquel día, George W Bush, Donald Rumsfeld y Dick Cheney embarcaron a Estados Unidos en lo que posteriormente llamaron “guerra contra el terrorismo”. En mi opinión, deberíamos llamarla “guerra del terror”, pues fue utilizada contra los civiles, de forma repetida y por todos los beligerantes, incluyendo a los actores representantes de los Estados. Una guerra del terror se caracteriza por la preponderancia del uso de armas de destrucción que actúan de forma indiscriminada, ya sea de artefactos explosivos improvisados (AEI) emplazados al borde de las carreteras o de misiles disparados desde el aire por drones (aviones teledirigidos) de alta tecnología.
 
La guerra del terror podemos verla también como un elemento de un proceso más amplio, de alcance global. Con la guerra del terror todas las potencias importantes recurren al terror contra los civiles en el marco de campañas estrechamente vinculadas entre sí (China en Xinjiang, Rusia en Chechenia, así como Estados Unidos en numerosas regiones del mundo). En su contexto global, la guerra del terror puede verse como la última etapa de la extensión secular de la civilización transurbana a zonas en las que prevalece una resistencia rural. En esas regiones se ha podido comprobar que las formas convencionales de guerra no pueden llegar a un verdadero final, por razones geográficas y culturales.
 
La guerra del terror fue formalmente declarada por George W Bush la noche del 11 de septiembre de 2001, cuando anunció en su discurso a la nación que Estados Unidos no reconocería “diferencia alguna entre los terroristas que perpetraron estos actos y quienes los albergan”. Pero la noción según la cual el objetivo de la guerra era perseguir a los terroristas perdió su credibilidad en 2003, cuando se aplicó esa fórmula al Irak de Sadam Husein, país conocido no por albergar terroristas sino como blanco del terrorismo. En 2005, aquella noción siguió perdiendo credibilidad como consecuencia de la publicación en Gran Bretaña de lo que se conoce como el Memo de Downing Street. En ese documento, el director del MI6 (los servicios británicos de inteligencia exterior) informaba –después de una visita a Washington, en 2002– que “Bush quería derrocar a Sadam Husein mediante una acción militar, justificada por el vínculo entre el terrorismo y las armas de destrucción masiva (ADM). Pero los hechos y los datos de inteligencia estaban falseados para responder a los objetivos políticos”. Posteriormente, toda una serie de historias falsas que vinculaban a Irak con las ADM, el ántrax y el concentrado de mineral de uranio del Níger (yellow cake) aparecieron en la prensa en el momento oportuno.
 
El presente ensayo demostrará que, antes del 11 de septiembre de 2001, una pequeña facción en el seno de la Unidad bin Laden de la Agencia Central de Inteligencia estadunidense (CIA, por su sigla en inglés) y de las agencias vinculadas a esta, el llamado “grupo Alec Station” ya venía maniobrando también para “falsear” los datos de inteligencia mediante su supresión. Esa maniobra permitió iniciar la guerra del terror, de manera premeditada o no. Consistió en esconderle a la Oficina Federal de Investigación estadunidense (FBI, por su sigla en inglés) una serie de pruebas sobre dos de los futuros presuntos piratas aéreos del 11 de septiembre, Khaled al-Mihdhar y Nawaf al-Hazmi, para evitar que el FBI vigilara a esos dos individuos y a sus colegas antes de los atentados.
 
Los autores del informe de la Comisión sobre el 11 de Septiembre reconocieron ese fracaso en el intercambio de información. Pero lo consideraron un accidente que hubiera podido evitarse “si se hubieran asignado más recursos”. Esa explicación fue refutada posteriormente por Thomas Kean, el presidente de la Comisión sobre el 11 de Septiembre. Recientemente, cuando dos realizadores le preguntaron si el fracaso alrededor de al-Mihdhar y al-Hazmi podía ser un simple error, Kean respondió:
 
“Oh, eso no fue una omisión motivada por la negligencia. Fue intencional. No cabe duda alguna […]. Nosotros llegamos a la conclusión de que esas agencias llevan el secretismo en su ADN. Y ese secretismo las lleva a no compartir su información con quienquiera que sea”.
 
En 2011, un importante libro de Kevin Fenton, Disconnecting the dots (Sembrando la confusión), demostró de forma irrefutable que la retención de información había sido intencional, y que se había aplicado a lo largo de un periodo de 18 meses. Aquella interferencia y manipulación se hicieron especialmente flagrantes y polémicas en los días anteriores al 11 de septiembre, al extremo de llevar a Steve Bongardt, un agente del FBI, a predecir el 29 de agosto de 2001 –es decir, menos de dos semanas antes del 11 de septiembre– que “algún día, esto costará vidas”.
 
Como veremos posteriormente, las razones que motivaron esa retención de información siguen siendo un misterio. Hubo una época en que yo mismo estuve de acuerdo con las especulaciones de Lawrence Wright, quien creía posible que la CIA quisiera reclutar a los dos sauditas y que “estuviera protegiendo también una operación en el extranjero [posiblemente en coordinación con Arabia Saudita] y temiera, por lo tanto, que el FBI la revelara”. El objetivo de este ensayo es sugerir que las razones que motivaron esa retención de información pueden haber estado vinculadas al objetivo, mucho más amplio, de los neoconservadores; objetivos que éstos imponían entonces a la política exterior de Estados Unidos: la consolidación de la hegemonía global estadunidense mediante el establecimiento de bases avanzadas alrededor de los yacimientos petrolíferos de Asia central.
 
En resumen, la retención de pruebas puede ser vista como un elemento del esquema, más amplio y siniestro, que venía desarrollándose en aquella época, incluyendo la ineficacia del gobierno de Estados Unidos en su respuesta a los ataques del 11 de septiembre, así como los envíos de cartas que contenían ántrax (todo lo cual facilitó el voto de la USA Patriot Act o Ley Patriota Estadunidense).
 
Hoy en día, los trabajos de Kevin Fenton me han convencido de que la explicación de Lawrence Wright –sobre el hecho de que la CIA estaba protegiendo una operación secreta– puede explicar también por qué la retención de pruebas comenzó en enero de 2000, pero no logra explicar su reanudación en los días anteriores al 11 de septiembre. Fenton analiza una lista de 35 ocasiones diferentes en que los presuntos secuestradores aéreos fueron protegidos de esa manera desde enero de 2000 hasta el 5 de septiembre de 2001, más o menos. Veremos que, según su análisis, esos incidentes pueden clasificarse en dos categorías esenciales. Los motivos que Fenton atribuye a la primera categoría eran “cubrir una operación de la CIA que ya estaba en marcha”. Sin embargo, cuando ya “todas las alarmas del sistema [de seguridad nacional] estaban en rojo”, en el verano de 2001, y la CIA esperaba un ataque inminente, Fenton concluye, al no poder encontrar otras explicaciones, que “el objetivo de la retención de información era, a partir de ahí, permitir el desarrollo de los ataques”.
 
Esta última cita de Fenton implicaría que los miembros del “grupo Alec Station” cometieron un crimen, aún si ese crimen no constituía un asesinato premeditado sino un homicidio involuntario. Pudiéramos imaginar, en efecto, varias razones bien intencionadas para esa retención de información. Por ejemplo, que quizás la CIA toleró las acciones de los dos sauditas para poder localizar a sus compañeros. En ese caso, se trataría de un simple error de cálculo, aunque haya dado lugar a un homicidio.
 

El proyecto de dominación global

 
En el marco de este ensayo, sin embargo, voy a detenerme en las actividades que realizó en Uzbekistán el director de la Unidad bin Laden de la CIA, Richard Blee. Uzbekistán era una zona que preocupaba mucho a Blee y su superior, Cofer Black. Pero era también un lugar muy interesante para Dick Cheney. En efecto, Halliburton, la empresa que Chenye dirigió entre 1995 y
2000, participaba desde 1997 –incluso desde antes– en la explotación de las reservas petrolíferas del Asia central. En 1998, en un discurso ante los magnates del petróleo, el propio Cheney declaró: “No recuerdo haber visto una región emerger tan bruscamente como zona de gran importancia estratégica como es el caso hoy para [la cuenca del] Caspio”.
 
Voy a demostrar que el objetivo y el resultado de la protección a los dos sauditas pudo haber sido alcanzar los objetivos de Dick Cheney, de Donald Rumsfeld y del Proyecto para el Nuevo Siglo estadunidense (PNAC, por su sigla en inglés). En efecto, el proyecto de esta facción de los neoconservadores consistía en establecer “fuerzas preposicionadas” en Asia central. Veremos que, el mismo 11 de septiembre, en una llamada telefónica del director de la CIA, George Tenet, a Stephen Cambone (una figura central del PNAC en el Pentágono), el propio Tenet parece haber transmitido a Cambone ciertos datos importantes que nunca llegaron al FBI.
 
Uno de los objetivos de ese plan de los neoconservadores era mantener la dominación de Estados Unidos e Israel en esa región, por razones de seguridad. Como vamos a ver, el proyecto de ese grupo consistía también en crear condiciones favorables para futuras acciones preventivas unilaterales contra varios Estados inamistosos, como Irak. Ese plan del PNAC fue elaborado, en particular, para establecer nuevas bases militares permanentes en Oriente Medio, anticipando el previsible anuncio que hizo Donald Rumsfeld en 2003 al afirmar que Estados Unidos retiraría de Arabia Saudita “prácticamente todas sus tropas, con excepción del personal destinado al entrenamiento [militar]”. Sin embargo, otro objetivo de ese plan era reforzar la influencia estadunidense en los Estados del Asia central que acababan de obtener la independencia y que disponían de importantes reservas –no confirmadas– de gas y petróleo.
 
En ese contexto, la alarmante conclusión de Fenton sobre los actos de la CIA que condujeron a los ataques del 11 de septiembre cobra mayor importancia en relación con el plan del PNAC. Lo mismo sucede si nos detenemos en las otras  tres anomalías flagrantes de la guerra del terror de George W Bush.
 
La primera anomalía es la paradoja que representa el hecho que esta supuesta lucha contra Al Qaeda se realizara junto a Arabia Saudita y Pakistán, precisamente las dos naciones más activas en el apoyo a esa organización a través del mundo. Veremos en este ensayo cómo los servicios de inteligencia de Estados Unidos y de Arabia Saudita cooperaron para proteger a los agentes sauditas en el seno de Al Qaeda, en vez neutralizarlos.
 
La segunda anomalía es que aunque la CIA pudo haberse movilizado para destruir a Al Qaeda, Rumsfeld y Cheney tenían desde el principio la intención de iniciar una guerra a una escala mucho más grande. En septiembre de 2001, ninguna información sobre el 11 de septiembre vinculaba a Irak con los atentados. A pesar de ello, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, con el apoyo de su adjunto Paul Wolfowitz, observaba ya desde el 12 de septiembre “que no existían blancos convenientes que bombardear en Afganistán y [que había que] bombardear Irak, ya que en [ese país] había, según él, mejores blancos”. El argumento de Rumsfeld estaba respaldado por un documento del Departamento de Defensa preparado para las reuniones que se desarrollaron en Campo David el 15 y el 16 de septiembre de 2001, documento que “proponía que ‘los blancos inmediatamente prioritarios para las primeras acciones’ debían ser Al Qaeda, los talibanes e Irak”.
 
Ese país ya estaba en la mira de Rumsfeld y Wolfowitz por lo menos desde 1998, año en que los dos firmaron una carta del PNAC, dirigida al entonces presidente William Clinton, en la que llamaban al “derrocamiento del régimen de Sadam Husein”.
 
 Pero Irak no era el único blanco del plan de Cheney, Rumsfeld y Wolfowitz, proyecto que, al menos desde 1992, tenía como objetivo nada más y nada menos que la dominación global de Estados Unidos, o lo que el excoronel estadunidense Andrew Bacevich llamó “la hegemonía americana global y permanente. Era esa una importante prioridad de los neoconservadores. Incluso antes de que George W Bush fuera electo por la Corte Suprema, en diciembre de 2000, ya Cheney venía maniobrando para garantizar a los firmantes de la carta del PNAC de 1998 el acceso a puestos clave en la Casa Blanca, en el Departamento de Estado y en el Departamento de Defensa. Entre los firmantes de la carta estaban Richard Armitage, John Bolton, Richard Perle y otros miembros del PNAC, como Cambone, de quien hablaremos más adelante.
 
Ya desde sus inicios, la guerra del terror había sido concebida como una vía para concretar el proyecto de hegemonía global. El 24 de septiembre de 2001, Condoleezza Rice, entonces consejera de Seguridad Nacional, “abordó la cuestión del apoyo estatal al terrorismo: ‘¿Cuál es nuestra estrategia hacia los países que apoyan el terrorismo, como Irán, Irak, Libia, Siria y Sudán?’”. En sus memorias, el general Wesley Clark reveló que desde noviembre de 2001 aquella interrogante se había convertido en un plan quinquenal del Departamento de Defensa:
 
“Cuando volví al Pentágono en noviembre de 2001, uno de los principales oficiales entre los altos responsables del Ejército me concedió tiempo para conversar. Sí, seguíamos en camino de atacar Irak, según me dijo. Pero eso no era todo. Me hizo saber que aquel ataque estaba previsto en el marco de un plan quinquenal para la realización de una campaña militar. En total, había siete países en la lista, empezando por Irak, y después Siria, Líbano, Irán, Somalia y Sudán.”
 
En aquella época, el exoficial de la CIA, Reuel Marc Gerecht, publicó un artículo en The Weekly Standard apoyando la necesidad de un cambio de régimen en Irán e Irak (desde ese semanario neoconservador, Gerecht sigue advirtiendo aún hoy a la opinión pública sobre la amenaza que supuestamente representan esos dos países). En tiempos de Clinton, Gerecht, al igual que Cheney y Rumsfeld, formaba parte del Proyecto para el Nuevo Siglo estadunidense, facción belicista que exhortaba a una acción militar contra Irak en particular, y más generalmente pedía un importante presupuesto para la Defensa, que hubiera “aumentado considerablemente los gastos de Defensa” para favorecer “la causa del liderazgo [global] de Estados Unidos”. El informe del PNAC, publicado en septiembre de 2000 –Rebuilding America’s defenses o Reconstruir las defensas de América– abordaba ampliamente el petróleo del Golfo Pérsico y la importancia de mantener y reforzar “fuerzas preposicionadas en esa región”.
 
Es interesante señalar que a finales de 2001, poco después del 11 de septiembre y del inicio de la guerra del terror, Estados Unidos ya había establecido nuevas bases militares en Uzbekistán, Tayikistán y Kirguizia. Estados Unidos estaba así en una posición mucho mejor para influir en las políticas de los gobiernos recientemente emancipados del Este de la cuenca del Caspio (región rica en hidrocarburos). A través de este ensayo veremos que el acuerdo de 2001 que permitió la instalación de la primera y más importante de esas bases –la de Karshi-Khanabad (también llamada K-2), en Uzbekistán– se basó en un arreglo anterior del Pentágono, completado por un acuerdo de enlace de la CIA negociado en 1999 por Richard Blee, del grupo Alec Station. La mayoría de los estadunidenses ignoran que el 11 de septiembre ya había Fuerzas Especiales de Estados Unidos desplegadas en la base K-2, en el marco de una misión uzbeka de entrenamiento militar. Tampoco saben que el 22 de septiembre de 2001, dos semanas antes de un acuerdo militar formal entre los ejércitos de Estados Unidos y Uzbekistán, “la CIA ya estaba enviando sus equipos hacia la enorme base aérea de Karshi-Khanabad, situada en el Sur de Uzbekistán, donde ingenieros del US Army estaban preparando la pista de aterrizaje”.
 
La tercera anomalía de esta “guerra contra el terrorismo” es que condujo a un evidente aumento del uso del terror, léase la tortura, por parte de los propios Estados Unidos e incluso contra sus propios ciudadanos. Hay que señalar, en ese aspecto, que Cheney y Rumsfeld, a través de su participación en el ultrasecreto Proyecto Juicio Final, del Departamento de Defensa, habían participado también en la planificación de la Continuidad del Gobierno (Continuity of Government o COG). En Estados Unidos, la COG estaba destinada a socavar la Carta de Derechos (Bill of Rigths) mediante la vigilancia sin mandato y la detención arbitraria de los disidentes políticos. Esa planificación –cuyo origen proviene del temor a los comunistas, reflejado en el macarthismo de la década de 1950– sirvió de base a los complejos planes que desarrollaron el Pentágono y otras agencias para contrarrestar las protestas de los movimientos antibelicistas contra su objetivo común: instaurar la dominación global de Estados Unidos.
 
Como ya he explicado, Estados Unidos gasta anualmente miles de millones de dólares en el sector de la seguridad interna. Esos gastos se deben en gran parte a la creencia –formulada por el coronel del Cuerpo de Marines estadunidenses (US Marine Corps), Oliver North– de que la guerra de Vietnam se perdió en las calles estadunidenses y que es necesario limitar esa capacidad civil de disuasión contra las operaciones militares de Estados Unidos. Como miembros del proyecto llamado Juicio Final, para la planificación de la Continuidad del Gobierno, Cheney y Rumsfeld contribuyeron a esos esfuerzos. En resumen, el 11 de septiembre permitió la aplicación de programas que una pequeña facción de responsables estadunidenses, permitió concretar nuevas políticas radicales en Asia central, pero también permitió implantar cambios en el propio Estados Unidos.
 
Resulta a la vez difícil y doloroso estudiar la posibilidad del crimen de homicidio que sugieren las meticulosas investigaciones de Kevin Fenton. Estados Unidos atraviesa hoy una crisis provocada por las actividades de bancos considerados demasiado importantes para permitir su quiebra (banks too big to fail). Como se ha subrayado, esos bancos eran también demasiado importantes como para permitir el encarcelamiento de sus dirigentes (banks too big to jail). En efecto, castigar a sus dirigentes como a vulgares criminales pondría en peligro la estructura financiera, ya amenazada, de Estados Unidos. El presente ensayo expone, de forma detallada, un fenómeno similar, lo que podría ser un crimen demasiado importante para ser castigado (crime too big to punish).
 
Y finalmente, como veremos, el 11 de septiembre tiene puntos en común con el asesinato de John F Kennedy.
 
 

La disimulación alrededor del 11/S

 
Diez años después es importante reevaluar lo que se sabe o no sobre los acontecimientos que condujeron al 11 de septiembre, especialmente en lo tocante a las acciones de la CIA y del FBI, así como la negativa de comunicar información crucial a la Comisión sobre el 11 de Septiembre.
 
Hoy podemos afirmar con confianza:
 
1) Que las verdades más importantes siguen sin conocerse, en gran parte porque los documentos cruciales se mantienen en secreto o considerablemente censurados.
 
2) Que prosiguen los esfuerzos disimulatorios, incluso más agresivamente que antes.
 
3) Que, además de la disimulación, debemos analizar lo que John Farmer, exmiembro de la Comisión sobre el 11 de Septiembre, llamó “una incompetencia administrativa sin precedentes o una mentira organizada” por parte de personajes clave en Washington. Entre esos personajes se cuentan el presidente George W Bush, el exvicepresidente Dick Cheney, el general del Mando Estadunidense de Defensa Aeroespacial (NORAD, por su sigla en inglés), Richard Myers, y el exdirector de la CIA, George Tenet. También podemos incluir a Samuel Berger, el exconsejero de Seguridad Nacional del presidente William Clinton, quien antes de prestar declaración sobre esos temas se presentó en los Archivos Nacionales para retirar de allí –y quizás destruir– documentos cruciales. En su libro, Farmer confirma ambas posibilidades.
 
La primera, es decir “la incompetencia burocrática sin precedentes”, es en realidad la explicación que ofrece la Comisión sobre el 11 de Septiembre sobre las evidentes anomalías vinculadas a los atentados y que marcaron los 20 meses anteriores a esos hechos, cuando la Unidad bin Laden de la CIA (la llamada Alec Station) ocultaba información importante al FBI. Sin embargo, gracias al importante nuevo libro de Kevin Fenton, Sembrando la confusión, ya no es posible seguir atribuyendo el comportamiento anormal de la CIA a “problemas sistémicos”, o a lo que Tony Summers designa apresuradamente como la “confusión burocrática”.
 
Basándose en importantes libros de James Bamford, Lawrence Wright, Peter Lance y Philip Shenon, Fenton demuestra de forma irrefutable que existía en la CIA una práctica sistemática que consistía en esconder información crucial para el FBI, incluso cuando ese organismo normalmente tenía derecho a conocer esa información.
 
También demuestra, con más fuerza aún, que ese proceso de retención de información se mantuvo sistemáticamente a lo largo de las cuatro investigaciones sucesivas realizadas después del 11 de septiembre de 2001: la investigación del Congreso presidida por los senadores Bob Graham y Richard Shelby (parte de la cual se mantiene clasificada como secreta), la de la Comisión sobre el 11 de Septiembre, la del Inspector General del Departamento de Justicia y la del i nspector General de la Agencia Central de Inteligencia.
 
Lo más determinante en los trabajos de Fenton es que demuestran que esas numerosas retenciones de información –tanto las anteriores como las posteriores al 11 de septiembre– fueron obra de un número de individuos relativamente restringido. La disimulación de información que debía ser de conocimiento del FBI fue principalmente obra del grupo Alec Station. Dicho grupo se componía mayoritariamente de personal de la CIA, pero incluía también algunos elementos del FBI. Las figuras clave de ese grupo eran el oficial de la Tom Wilshire (al que la Comisión sobre el 11 de Septiembre llama John) y su superior directo en Alec Station, Richard Blee.
 
La disimulación posterior al 11 de septiembre alrededor de la actuación de Wilshire fue principalmente obra de una sola persona, Barbara Grewe. Esta última trabajó primero en la investigación del inspector general del Departamento de Justicia sobre el comportamiento de Wilshire. Barbara Grewe fue trasladada después a dos puestos sucesivos en el equipo de la Comisión sobre el 11 de Septiembre, en cuyo seno, y bajo la autoridad de su director ejecutivo Philip Zelikow, logró desviar la atención de los investigadores, que se interesaban por los resultados de la CIA, hacia los resultados del FBI. Independientemente de que Grewe haya dirigido o no las entrevistas con Wilshire y con otros funcionarios dignos de interés, “seguramente se inspiró en ellas al redactar sus segmentos en los informes de la Comisión [sobre el 11 de Septiembre] y en los del inspector general del Departamento de Justicia”.
 
Los sucesivos cambios de puesto de Barbara Grewe son sintomáticos de una disimulación voluntaria decidida a un nivel jerárquico superior. Como vamos a ver, lo mismo sucede con el traslado –en mayo de 2001– de Tom Wilshire, que pasó de Alec Station (la Unidad bin Laden de la CIA) al FBI, donde comenzó una nueva etapa de interferencias en el flujo normal de la información, organizando la obstrucción dentro del propio FBI.
 
Ese proceso comienza a partir de la información obtenida gracias a la vigilancia, por parte de la Agencia de Seguridad Nacional estadunidense (NSA) y la CIA, sobre una importante reunión de la cúpula dirigente de Al Qaeda en enero de 2000 (probablemente el único encuentro de ese tipo antes del 11 de septiembre). En Estados Unidos, esa reunión llamó instantáneamente la atención de los responsables de la seguridad nacional debido a su vinculación indirecta con un elemento de apoyo logístico (un teléfono multilíneas basado en Yemen que Al Qaeda utilizaba). Se sospechaba que aquel elemento de apoyo había servido de centro de comunicación para los atentados con bombas realizados contra las embajadas estadunidenses en 1998.
 
Como señala Kevin Fenton “[la] Agencia se dio cuenta de que aquella reunión era tan importante que puso al corriente a los directores del FBI y de la CIA [Louis Freeh y Dale Watson], al consejero de Seguridad Nacional Samuel Berger y a otros altos responsables sobre las informaciones recogidas en aquella ocasión”.
 
Sin embargo, en el seno del Alec Station, Tom Wilshire y su adjunta en la CIA (designada como Michelle) bloquearon los intentos de Doug Miller –un agente del FBI destacado en esa unidad– de notificar a la Oficina Federal de Investigación que uno de los participantes en aquel encuentro tenía una visa estadunidense en su pasaporte (se trataba de Khaled al-Mihdhar).
 
Peor aún, en aquel momento, Michelle envió a otras estaciones de la CIA un cable que afirmaba –lo cual era falso– que “los documentos de viaje [de al-Mihdhar], incluyendo una visa estadunidense con entradas múltiples, habían sido copiados y transmitidos ‘al FBI con vista a más amplias investigaciones’”. Alec Station se abstuvo también de incluir a los participantes en aquel encuentro en una lista de vigilancia, como exigían las directivas de la CIA.
 
Comenzaba así un proceso sistemático, y a veces mentiroso, a través del cual se ocultaban sistemáticamente al FBI las informaciones de la NSA y de la CIA sobre Khaled al-Mihdhar y su compañero de viaje Nawaz al-Hazmi. Aquellas informaciones fueron también deformadas, falseadas o manipuladas para evitar toda investigación del FBI sobre los dos sauditas y sus socios. Ese proceso es un aspecto importante de la historia del 11 de septiembre. En efecto, el comportamiento de aquellos dos aprendices de piratas del aire era tan poco profesional que, sin aquella protección de la CIA, garantizada por el grupo Alec Station, es casi seguro que hubieran sido detectados y arrestados o expulsados, incluso mucho antes de que se prepararan para tomar el vuelo 77 hacia Washington.
 
Kevin Fenton termina su investigación con una lista de 35 ocasiones diferentes en que los dos presuntos piratas aéreos fueron protegidos de aquella manera entre enero de 2000 y el 5 de septiembre de 2001 más o menos, es decir, una semana antes de los secuestros aéreos. En el análisis de Fenton esos incidentes pueden clasificarse en dos categorías principales. Los motivos que Fenton atribuye a la primera categoría, como la retención del cable de Doug Miller, eran “encubrir una operación de la CIA que ya estaba en marcha”. Sin embargo, al referirse al momento en que “todas las alarmas del sistema [de seguridad nacional] estaban en rojo” en el verano de 2001, y en que la CIA esperaba un ataque inminente, Fenton concluye, al no poder encontrar ninguna otra explicación, que “el objetivo de la retención de información era, en lo adelante, permitir el desarrollo de los ataques”.
 
Después de su traslado al FBI, Tom Wilshire cambió ostensiblemente su manera de interferir. Mientras estuvo en la CIA, Wilshire maniobró para impedir la transmisión de información al FBI. Cuando llegó al FBI, emprendió una serie de revisiones de aquella misma información, pero tan lentamente que ésta no pudo tener efecto antes del 11 de septiembre. Fenton sospecha que Wilshire se anticipó a un posible control de los documentos que estaba manejando y que estaba sembrando en ellos una serie de pistas falsas para neutralizar sus embarazosos resultados.
 
Pienso que actualmente debemos aceptar la conclusión proveniente de las investigaciones de Kevin Fenton: “está claro que la retención de aquellas informaciones no fue consecuencia de una sucesión de extraños incidentes, sino que fue intencional”. Yo sugiero, sin embargo, una explicación diferente para aquellas intenciones. Explicación que, a primera vista, puede parecer más simple, más inocente y también más explicativa de otros aspectos del misterio del 11 de septiembre (a pesar de que esos aspectos puedan parecer no estar relacionados).
 
*Traducido al español por la Red Voltaire a partir de la traducción de Maxime Chaix al idioma francés.
 
 
Fuente: Contralínea 308 / Octubre de 2012