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Soldado de mil batallas, Alejandro Solalinde

Soldado de mil batallas, Alejandro Solalinde

Aunque hace apenas unos meses se volvió figura pública a nivel nacional, Alejandro Solalinde Guerra es desde hace años uno de los principales defensores de migrantes indocumentados en México, referencia obligada para quienes escriben del tema y sinónimo de auxilio incondicional para los caminantes de ese riesgoso sendero que lleva al norte.

Erick Muñiz / Ixtepec, Oaxaca

¿Cómo imaginar que un exintegrante de la organización ultraderechista “El Yunque”, y además desertor del seminario, terminaría dando todo -al extremo de poner en riesgo su vida- por uno de los grupos sociales más vulnerables que hay en México?

Inquieto desde joven, Solalinde Guerra también formó una especie de sindicato de seminaristas y estudió Historia en la Universidad Autónoma Metroplitana del Estado de México, además de Piscología, alcanzando el grado de maestría en la Universidad de Guadalajara.

Actualmente es coordinador de la Pastoral de Movilidad Humana Pacífico Sur del Episcopado Mexicano y director del refugio para migrantes Hermanos en el Camino de Ixtepec, Oaxaca, uno de los más solicitados por los cientos de viajeros que diariamente cruzan México buscando llegar a Estados Unidos.

Desde este lugar, que es casa y trinchera, el sacerdote platica de su experiencia, de su vida, de sus temores y de sus esperanzas, mientras recorre las modestas instalaciones y supervisa las actividades que realizan los voluntarios y los refugiados en el albergue.

“Le va a sorprender: yo era un joven como cualquier otro, estudiaba secundaria, pero El Yunque, la asociación derechista, me afilió. Yo estaba en los Escuderos de Colón y de ahí me vieron. Me metieron al Yunque, estuve dos años estudiando ahí y fui jefe de centro, tenía mis insignias y todo”, explica Solalinde.

Cuando le preguntaron a qué orden deseaba pertenecer, el joven Alejandro no lo dudó y pidió a los Jesuitas, pero sus superiores le dijeron que mejor eligiera otra pues ésa era “demasiado progresista”, y le dieron e elegir entre los Carmelitas y los Franciscanos.

“Eran órdenes de los que estaban tratando de orientarme. Sucedió que me metí con los Carmelitas y mi director espiritual, el padre José de Jesús Durán, me fue llevando poco a poco, porque yo estaba apasionado por la Organización (El Yunque), por la Orquesta, como le decimos nosotros, hasta que me fue abriendo los ojos y me enseñó a ver cómo realmente era la organización, que era ultraderechista, maquiavélica, violenta y entonces lograron ya despertar mi conciencia”.

Solalinde abandonó al grupo y se fue de novicio a Guadalajara, donde vivió los extremos de ser un joven inquieto y con una profunda fe católica.

“Fue el año más hermoso de mi vida, porque había mucha paz, tranquilidad y un silencio que amo. Pero después me corrieron por que yo tenía unas ideas muy avanzadas para ellos en ese momento.

“El Concilio Vaticano termina en noviembre de 1965 y yo estoy entrando al seminario en enero de 1966, un mes después de que terminó el Concilio, donde nos empiezan a decir la forma del cambio (en la Iglesia), que hay que renovarnos. Para mí no era renovarnos, era más, era empezar de nuevo”, cuenta el hombre de anteojos y calva incipiente, de hablar pausado pero intenso y pródigo en sonrisas y buenos deseos.

El sol cala en Ixtepec y por eso Solalinde viste una camiseta blanca de algodón, donde cuelga un sencillo crucifijo de madera sostenido por un cordel que tiene un nudo en el lado derecho. El defensor de los migrantes explica que el nudo significa su compromiso con los viajeros. Luego, vuelve al tema.

“Cuando en la orden (Carmelita) me dicen ‘¿qué tipo de obediencia quieres tú?’, yo digo que quisiera que nos pudieran decir lo esencial, nada más, y que en todo lo demás nos dejaran ser nosotros mismos y me dicen que ese tipo de obediencia no lo tenían en la orden.

“Estuve en el clero diocesano, ahí estuve unos años, pero después fui yo quien dejó el seminario, faltando 3 años para ordenarme. Yo no estaba conforme con la formación sacerdotal, me parecía una formación de encierro, una formación que no era para este tiempo.

“Nos salimos 15 seminaristas de diferentes seminarios y congregaciones y formamos un especie de sindicado de seminaristas que se llamaba el Corese: Consejo Regional de Seminaristas. Entonces empezamos a hacer una reflexión, todo eso se prestaba porque era la época del Concilio, además yo estudiaba en el Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos”, recuerda el sacerdote.

Mientras avanza, saluda gente, gira órdenes y va resolviendo los problemas cotidianos del albergue: dónde conseguir comida, atención médica para un enfermo, asesoría legal para un migrante golpeado… docenas de minucias cotidianas que para los migrantes significan la diferencia entre abandonar su sueño o continuar en el camino.

Del seminario, los desertores se fueron a vivir a una vecindad como cualquier estudiante de escasos recursos. “Un poco nos ayudaba nuestra familia, otro poco nosotros, pero nuestra visión siempre fue diferente. El seminario sirvió mucho pero creo yo que la cercanía que tuvimos con la gente fue la diferencia y me sirvió bastante”.

Finalmente fue ordenado por el primer obispo de Toluca, Arturo Vélez, pues sus superiores del seminario no querían perderlo como sacerdote “y desde entonces no pude ser un sacerdote convencional”, evoca Solalinde.

El 26 de febrero de 2007 creó el refugio de Ciudad Ixtepec, cuando se dio cuenta que ni la misma iglesia apoyaba a los centroamericanos, que siempre han sido discriminados por las autoridades.

“Yo le dije a mi superior: ¿cómo es posible que aquí, donde está la imagen de la Virgen de Guadalupe, que es la patrona de todos los centroamericanos y latinoamericanos, no se les dé protección a nuestros hermanos migrantes?”. Y decidió levantar el refugio a un lado de las vías de ferrocarril, donde más lo necesitan.

El primer día llegaron 400 personas y desde entonces, junto con los necesitados, han llegado las amenazas de las autoridades locales y grupos criminales que han llevado a Solalinde incluso a la cárcel.

Un ejemplo de las intimidaciones ocurrió el 24 de junio de 2008, cuando un grupo de unos 50 residentes de Ciudad Ixtepec, encabezado por el alcalde y 14 policías municipales, irrumpió en su albergue con la amenaza de prenderle fuego si no se cerraba en un plazo de 48 horas.

Mientras los inconformes aseguran que la mayor parte de los delitos que se registran en la región son cometidos por los migrantes, organismos de Derechos Humanos del país y del extranjero reconocen la labor de Solalinde y sus voluntarios.

A raíz de la defensa férrea que ha hecho de migrantes, la denuncia de los abusos que sufren y después de la matanza de 72 de ellos en un rancho de San Fernando, Tamaulipas, aumentaron las amenazas en contra de Solalinde, aunque también ha recibido más apoyos morales y económicos, como el del político Cuauhtémoc Cárdenas.

Pero más allá de los reflectores que lo iluminaron profusamente durante los meses finales de 2010 y los primeros de 2011, Alejandro Solalinde Guerra es feliz hablando de su santuario.

“Esta capilla (dice mientras muestra una techumbre de lámina, con piso de cemento y un solo muro donde cuelga un Cristo) se inauguró el 30 de mayo de 2007. Es muy sencilla porque ni paredes tiene ni nada, pero nos ha servido bastante, aquí celebramos la misa todos los domingos.

“Está desordenada porque aquí se duerme la gente. Una vez llegaron unos indígenas garífuna hondureños, ellos hablan su propia lengua y traían bailes que llaman ‘de punta’. Es un baile muy participativo, integran a todos, yo tuve que aprender a bailar y está ahí todo filmado.

“Yo dije: ‘¡Dios mío, si hermanos sacerdotes u obispos vieran que en una capilla se está bailando punta, seguramente me mandan a la Inquisición, a la hoguera yo creo!’. Pero luego me puse a pensar y no, Jesús estaría bailando punta aquí también”, comenta el sacerdote.

Sobre las amenazas en su contra, Solalinde acepta que siente temor pero también asegura que más miedo y desamparo experimentan los migrantes a quienes ofrece su apostolado.

“Yo no temo por mi vida, pero muchas veces he tenido miedo, hasta la angustia de pensar que podrían cerrar el albergue, de eso yo tenía angustia, de pensar que los poderosos, gente que tiene muchos intereses puedan hacerlo.

“Mientras yo pueda, aquí voy a estar, el albergue aquí va a estar con sus puertas abiertas porque es de ellos y es para ellos. Y ojalá un día se respeten los derechos de estos hermanos migrantes de modo que yo diga: ‘ya nadie necesita el albergue’. Ese día voy a ser muy feliz.

“Pero mientras llega, sobre mi cadáver van a pasar antes de que quiten el albergue, eso no va a suceder mientras yo esté con vida, porque no voy a permitir jamás que quiten el albergue”, concluyó el sacerdote y luego se despidió, para atender nuevos casos que requieren su apoyo.